El crimen de Canterac: la venganza del descendiente – primeros capítulos

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Prólogo

Valladolid, lunes 18 de mayo de 1908.

—¡Te olvidas otra vez el almuerzo! —le reprendió su mujer, acercándole una pequeña bolsa de tela que contenía un bocadillo de salchichón. —¡Qué desastre de hombre! Francisco le obsequió con un sonoro beso en la mejilla, que servía tanto de agradecimiento por el suculento almuerzo como de despedida. Asió el pomo de la puerta y, con determinación, abandonó su vivienda. Mientras se alejaba, aún tuvo tiempo de escuchar a su esposa desearle un buen día. Minutos después, deambulaba por las oscuras calles del naciente barrio de Las Delicias en compañía de Zapatilla, su anciano burro. El animal arrastraba un pequeño carro cuyo contenido, cereales mayormente, yacía cubierto bajo una lona negra. Poco a poco el amanecer iba espantando con los primeros rayos de sol las tinieblas que, desde la tarde anterior, campaban libremente por la ciudad. Protegiéndose los ojos del sol con la mano abierta extendida sobre su frente, Francisco escrutó detenidamente aquella primera claridad que arrojaba la jornada. “Hoy va a hacer un calor de mil demonios” vaticinó con pesar, pues sabía que así habría de suceder: Francisco tenía fama en el barrio de no equivocarse nunca en sus predicciones. Cansado de observar un firmamento que nada más tenía que decirle, apoyó su mano sobre el cuello de su borrico, instándole a que comenzase a caminar nuevamente.

—¡Ale, Zapatilla!, que aún tenemos que pagar los aranceles de estos cereales antes de poder venderlos. —exclamó como si el animal pudiera entenderle.

El equino contempló con embeleso a su amo y por toda respuesta lanzó un sonoro rebuzno antes de comenzar a tirar nuevamente del carro que llevaba a remolque. Francisco marchaba con andar lento; cincuenta y cinco primaveras y un reuma incipiente comenzaban a pasar factura a sus desgastados huesos. Zapatilla se esforzaba en adaptar su paso al del hombre, mientras recorrían el serpenteante sendero de tierra que los sacaba de la ciudad por la carretera de Segovia, rumbo al puesto de consumos. A ambos lados del camino, una alameda protegía del sol a los viandantes con su sombra. Aunque a aquella hora temprana el camino aún se encontraba desierto, Francisco sabía que, en unas pocas horas, el lugar se encontraría transitado por numerosos carros, transeúntes y animales de montura. Tras ellos, el negro humo proveniente de las chimeneas de las casas más madrugadoras de Valladolid ascendía en densa columna hasta perderse en lo alto del cielo. Lentamente la ciudad iba despertando de su letargo llenando las calles de actividad. Tres oscuras sombras se acercaban, descendiendo por el camino en dirección a la urbe. Conforme la distancia que los separaba se acortaba, iban creciendo en tamaño y ganando en detalles. De este modo, a cada paso dado, la pálida luz del amanecer les iba arrebatando la condición de sombras otorgándoles la de personas. Cuando estuvieron lo suficientemente cerca, Francisco pudo comprobar que se trataba de tres hombres, cuyas vestimentas delataban su pertenencia a la clase trabajadora. “Jornaleros, rumbo a alguna finca” dedujo, “o más probablemente, ferroviarios”. Casi sin darse cuenta, empezó a pensar en aquellos pioneros que llegaron a la ciudad para trabajar en las vías. Provenían de todas partes del país y Francisco sabía que ellos fueron los responsables de que naciera el barrio de las Delicias. Su padre siempre le contaba la historia de cómo, en sus tiempos de juventud, se armó un enorme revuelo en la ciudad cuando ésta empezó a llenarse de forasteros atraídos por la recién implantada industria ferroviaria. Estos nuevos vecinos buscaron alojamiento en el barrio de San Andrés, próximo a la nueva estación de ferrocarril. Incapaz de dar cabida a los nuevos vecinos, el barrio de San Andrés se encontró con un serio problema de sobrepoblación, lo que propició que se construyeran nuevas viviendas al otro lado de los raíles.

—Grábatelo en la cabeza, hijo —concluía siempre su padre las historias de su juventud. —Esto es lo que los entendidos llaman progreso. Al pequeño Francisco esa palabra le fascinaba casi tanto como a su padre.

—Pro-gre-so —repetía él, saboreando cada sílaba mientras visualizaba en su cabeza las seductoras curvas de una locomotora de vapor de la serie ciento cuarenta. Siempre había sentido fascinación por aquellas monstruosas máquinas de acero capaces de llevarle a lugares lejanos de forma rápida y segura. ¡Tantas veces se había imaginado tomando un tren que lo transportara a territorios fantásticos, solamente existentes en su imaginación! Luego, presa del embrujo de aquellos gigantes de la tecnología, murmuraba de nuevo: —Progreso.

Pero, para su pesar, Francisco nunca había tenido la ocasión de montar en uno de esos trenes que tanto admiraba. De hecho, jamás había tenido ocasión de salir de Valladolid lo cual le pesaba. Viéndose a las puertas de la vejez, le aterraba la posibilidad de abandonar el mundo sin haber tenido la oportunidad de conocer el mar. Apartó esos pensamientos de su mente y prestó atención a los desconocidos, quienes habían llegado a su altura. Cuando se cruzaron, Francisco se quitó el sombrero con intención de saludarles:

—Buenos días —anunció esbozando una amplia sonrisa.

Para su disgusto, éstos pasaron de largo sin siquiera responder. “¡Qué groseros!” rumió indignado, acostumbrado a la cordialidad con la que solían devolverle el saludo aquellos con los que se cruzaba. El sol había terminado de salir, y la claridad era total cuando Francisco llegó al Hoyo de Vegafría. A su izquierda, las tapias de la finca de Canterac, residencia de los condes de la Oliva, se levantaban imponentes, sabedoras de los secretos que se ocultaban en su interior. Un hombre descansaba recostado sobre el muro. “Un poco pronto pa’andar echándose una cabezadita. O tal vez esté durmiendo la mona… En fin, qué le vamos a hacer, vagos y borrachos han existío siempre” concluyó sacudiendo la cabeza. Unos metros más adelante el camino se bifurcaba. Francisco no dudó. Sabía que debía tomar el sendero de la izquierda que discurría en paralelo al muro de la finca. Llevaba haciendo esa misma ruta cada mañana desde que era un niño y acompañaba a su padre.

—Algún día, tendrás tu propio carro y entonces tú estarás ande estoy yo ahora, y tu zagal estará ande tú estás —profetizaba su padre. Mucho había llovido desde que su padre, ya fallecido, pronunciara aquellas palabras. Francisco había conseguido su propio carro, pero la vida le había negado la posibilidad de amenizar su camino con las impertinentes preguntas de algún desgarbado chiquillo, fruto del amor que profesaba a su esposa. “El señor no ha querido bendecirnos con hijos” acostumbraba a decir ella mudando el rostro a un gris mustio, reflejo de la agonía que aquella realidad le producía. Tal vez por eso Francisco había volcado todo su amor paternal en Zapatilla. “El día que me falte” se lamentaba a menudo “no sé qué será de mí”.

—¡Velay Zapatilla! ¡Ya habemos llegao! Se encontraban frente a la entrada del pequeño edificio de ladrillo que albergaba el puesto de consumos. Atravesó la enorme puerta de madera, que era cruzada diariamente por medio centenar de carretas cargadas con toda clase de mercancías destinadas a la venta, y esperó a ser atendido. Trascurridos unos minutos sin que nadie saliera a su encuentro, Francisco se extrañó. No era lo habitual. Generalmente los operarios solían ser rápidos despachando a los recién llegados, especialmente a aquellas horas tempranas en las que no era habitual tener que esperar. Empezaba a impacientarse, ¿dónde se habrían metido los dependientes del puesto? ¿Acaso les había sucedido algo?

—Paco, ¿qué me traes hoy? —escuchó que una voz preguntaba a su espalda. Se volvió para encontrarse frente al consumero. Los cansados ojos de Francisco, que sufrían desde hacía años de una visión nublada por culpa de unas cataratas, escrutaron al hombre que le hablaba: Camisa arrugada, restos de paja en el pantalón… no cabía duda de que se había vuelto a quedar dormido durante su turno. No era algo habitual, pero tampoco se trataba de la primera vez que sucedía, por lo que no mostró extrañeza por ello.

—Cereal, como siempre. ¿Qué si no? No sé ganarme la vida de otra forma. —Pues deberías aprender. Dicen que a los empleados del tren les pagan generosamente. Sin olvidar que todos tienen seguro médico y vacaciones. —A mis años no estoy para nuevas aventuras. No voy a meterme a menistro ahora. Esto es lo que mi padre me enseñó a hacer, y esto es lo que haré hasta que la parca venga a buscarme. Mientras hablaban, el consumero iba volcando el contenido del carro en una enorme báscula de acero.

—Será una peseta con veinte céntimos —anunció al fin.

—¡Mucho me parece! —protestó mientras rebuscaba en su cartera de piel hasta extraer unas monedas que entregó al dependiente. Con los aranceles abonados, Francisco emprendió el camino de regreso a la ciudad, desandando el sendero previamente recorrido y cruzándose con varias carretas cargadas de hortalizas que iban rumbo al puesto de consumos. Volvió a pasar junto al hombre que descansaba plácidamente recostado sobre el muro, quien permanecía tal cual lo dejara. “Mucho sueño tiene que tener este hombre pa’ seguir dormido con semejante sol” concluyó.

—Vamos a acercarnos, Zapatilla, no vaya a ser que necesite de nuestra ayuda —informó a su borrico, convencido de que aquel hombre sería algún mendigo durmiendo su borrachera. El sol lucía con toda su plenitud, cumpliendo la predicción de Francisco de que aquella sería una jornada calurosa, cuando éste llegó a los pies del durmiente. Por sus ropas dedujo que no se trataba de ningún mendigo, sino más bien parecía un hombre de campo, vestido con una camisa blanca y unos pantalones grises, sujetos mediante una ancha faja color bermellón. El hombre se había quitado su abrigo y lo había doblado cuidadosamente, apoyándolo sobre la tapia a modo de almohada. A su espalda, a pocos metros de allí, varios vendedores fueron estableciéndose para mercadear los productos, frutas, verduras y hortalizas, que portaban en su carro. A grandes voces comenzaron a anunciar a los transeúntes las bondades de su género, anegando acústicamente el ambiente.

—¿Se encuentra usted bien? —Se interesó Francisco por el yacente. Pero éste no contestó. Se agachó para tratar de despertarle, propinándole unos pequeños golpecitos en la cara. En cuanto le tocó, apreció que tenía el rostro inusualmente frío. Temiéndose lo peor, trató de encontrar el pulso del durmiente y, al no hallarlo, comprendió horripilado que aquel hombre estaba muerto.

—Amigo, me parece que tus días en este mundo san terminao —exclamó santiguándose. Se incorporó, y con los brazos en jarra, lanzó una mirada en derredor, en busca de alguien a quien poder pedir ayuda. Valoró su situación: podría acercarse a los vendedores que seguían anunciando su mercancía a viva voz. Algunos clientes merodeaban alrededor de los carros con la intención de hacer algo de compra. Iba a pedirles ayuda, cuando reparó en los zapatos que el difunto calzaba: aunque no parecían nuevos, al menos lucían como tal. Miró entonces los suyos, roídos y desgastados, y comprendió que aquella era una oportunidad que no podía dejar escapar.

—Espero que no te importe, amigo, pero creo que tú ya no los vas a necesitar más —exclamó tomando el correspondiente al pie izquierdo.—En cambio a mí, si me entraran, me harían un gran servicio.

En cuanto lo agarró, notó una cálida sensación de humedad en sus dedos. Dando por sentado que se trataba de barro, no prestó atención al hecho y terminó de descalzar al fallecido. Era consciente de que estaba perdiendo demasiado tiempo. “Hace mucho que debería haber llevao el cereal a vender” se lamentó. Pero aquello era algo excepcional. Una sensación de culpabilidad por lo que estaba haciendo lo embargó. “Paco, has tocado fondo. ¡Tú robando a un muerto! Si padre me viera, sin duda, me daría dos guantás bien das” meditaba entre reproches. Se prometió a sí mismo que tan pronto como se hubiera colocado los nuevos zapatos, correría en busca de ayuda. Tenía que avisar a la policía. Con el zapato firmemente sujeto en la palma de su mano izquierda, Francisco se entretuvo observándolo: nunca había tenido un calzado como ese, y sin duda, le gustaba su nueva adquisición. “Ojalá me sirva” deseó. Apreció que, en efecto, el cuero negro de la prenda estaba salpicado por una sustancia pardusca. “Barro” se reafirmó en su conclusión previa. Trató de limpiarlo con los dedos de su mano libre, quedando al instante teñidos de rojo. Horrorizado, arrojó el zapato al suelo y se miró la otra mano, la cual se había manchado al tomar la prenda: no era barro lo que teñía sus dedos, sino sangre. A su espalda, una voz de mujer comenzó a gritar, armando gran revuelo.

—¡Dios mío! ¡Lo ha matao! ¡Este hombre lo ha matao! ¡Que alguien llame a la policía! ¡Asesino, asesino! —La mujer se había acercado movida por la curiosidad y al verle junto al cuerpo, con las manos cubiertas de sangre, había comenzado a chillar histéricamente.

—¿Cuálo? ¡No! ¡Se equivoca! Yo no… Yo sólo… Pero ya era tarde. Una muchedumbre salida de todas partes se congregó en torno al aturdido Francisco que no entendía qué estaba sucediendo. El rebuzno de Zapatilla lo devolvió a la realidad.

—Me lo he encontrao ansina, ¡Lo juro!

—Eso que lo decida la policía —le espetó un hombre señalándolo acusadoramente. Reparó en los cortes en la cara del finado y en las manchas de sangre que ensuciaban su camisa. ¿Cómo pudo no haberse dado cuenta de ello antes? “¡Mierda de vista! ¡Me la ha juegado bien juegada!”. Comprendió que estaba metido en un buen problema del cual le sería difícil salir. “Y todo por unos puñeteros zapatos” se lamentó. El cabo de guardias del distrito, Salustiano Coca, tan sólo requirió unos pocos minutos para personarse en el lugar. De cuerpo enjuto y con edad suficiente como para andar planteándose su jubilación, lo más destacable de aquel recio hombre de ley era su alargado mostacho pardo, que combinaba con sus pobladas cejas.

—¡Dejen paso a la autoridad! —pidió Salustiano abriéndose camino entre la multitud. —¿Qué ha sucedido aquí?

—Este hombre es un asesino —señaló la mujer que sorprendiera a Francisco por la espalda. —Y ha matao a este pobre diablo pa robarle los zapatos. Salustiano se dirigió hacia Francisco:

—¿Es eso cierto? —le inquirió mientras se mesaba su poblado bigote.

—¡Qué va! ¡Es to’ mentira! Yo volvía con mi borrico del puesto de consumos cuando me encontré con este hombre arrecostado sobre la tapia, tal cual le veis. El cabo se acercó al muerto y le tomó el pulso.

—Está muerto —confirmó dirigiéndose a su superior, el teniente Manuel Rodríguez Molina, que observaba la escena sin atreverse a actuar.

—Ve a comisaría y pide que nos manden lo antes posible al forense. Y si pudiera venir acompañado de un juez, mejor —se atrevió a ordenar finalmente el teniente Molina.

Lo antes posible fueron cuarenta y cinco minutos, durante los cuales el teniente Molina no permitió a ninguno de los congregados que se marcharan sin antes haberles tomado declaración. Transcurrido ese tiempo, el cabo Coca regresó acompañado por el médico forense y Gualberto Ulloa, el juez instructor.

—¡Ábranse un poco, cojones, que no podemos pasar! —protestó Salustiano Coca. Sin saludar al teniente, el médico forense se acercó al cuerpo del caído y le desabotonó la ensangrentada camisa.

“Cómo no me habré percatao antes de la sangre” proseguía lamentándose Francisco, que llevaba todo aquel tiempo dando vueltas a lo sucedido, sin entender su despiste. “¡Me habría ahorrao to’ este lío!”. El forense terminó de desabrochar la prenda, dejando al descubierto el pecho del muerto. Los congregados emitieron un grito de espanto al ver el torso de aquel hombre repleto de cortes.

—¡Qué barbaridad! —exclamó un hombre.

—¡Es terrible! —se lamentó una mujer cubriéndose el rostro entre sollozos.

—Aquí hay más de treinta heridas de arma blanca —informó el médico forense señalando varios cortes con el dedo. Se centró entonces en el más grande, un corte realizado a la altura del estómago, con una longitud de casi veinte centímetros. Por la enorme mancha de sangre seca alrededor de éste, se adivinaba la gran pérdida de sangre que había conllevado. —Este corte ha sido el que lo ha matado. Si no lo ha hecho al instante, la herida lo ha desangrado lentamente.

—Pobre hombre, no quiero imaginar lo que ha tenido que dolerle —murmuró Salustiano visiblemente afectado.

El forense arrancó la camisa del difunto, encontrándose con un número mayor de heridas proferidas en las extremidades. En la cara interior del brazo derecho, en la flexura, un enorme corte había desgarrado carne y músculo, dejando el blanco hueso al descubierto.

—¡Santo Dios! ¿Qué ha sucedido aquí? —profirió el juez Ulloa al ver la herida del brazo.

—No lo sé, pero ten por seguro que lo descubriremos —le respondió Salustiano Coca acercándose al cuerpo del difunto. Después, se dirigió al forense al que ordenó: —Hazte a un lado, voy a registrar al muerto.

Éste se apartó para que el cabo pudiera proceder a registrar el cadáver. Sus manos palparon entre las ropas hasta hallar oculto dentro de la faja un sucio calcetín de niño. En su interior, el fallecido guardaba nueve pesetas en plata y una peseta con cuarenta y cinco céntimos en calderilla. “Ya no tendrás ocasión de gastarlo” apreció con pena. Había terminado cuando llamó su atención algo que pendía del pantalón, sujeto con una correa. Lo tomó y dedicó unos segundos a examinarlo detenidamente: Se trataba de una navaja de estilo gallego, con su hoja manchada de sangre seca.

—Parece que ya tenemos el arma homicida —exclamó triunfal, acercándose al juez instructor para entregarle la navaja junto con el calcetín.

—¡Y mire allí! —el teniente Trinitario señaló un rastro de sangre en el camino que partía desde el difunto y continuaba sendero arriba. —Creo que también sabemos por dónde vino.

Gualberto Ulloa no prestó atención a esto último. Su cabeza estaba dándole vueltas a algo que consideraba más importante: Un dilema se había generado en su cabeza. Una duda, una pregunta para la que no encontraba respuesta:

—Lo que no me cuadra—rumió en voz alta —es cómo han podido infligirle todos estos cortes sin que las ropas hayan resultado dañadas. ¡Es increíble! Salvo alguna mancha de sangre aislada, los tejidos están intactos, sin cortes ni roturas. ¿Cómo es eso posible?

Manuel Rodríguez Molina se volvió hacia Francisco. Éste observaba la escena, consciente de que, retenido como estaba por el policía, aquel día no iría a vender.

—Tú nos lo vas a explicar, ¿verdad? Quedas arrestado por el asesinato de este hombre —le anunció el teniente Molina mientras le colocaba unas esposas.

Agarrotado a causa del miedo, Francisco no ofreció resistencia alguna.

—¡En marcha! Tienes mucho que contarnos en comisaría.

Capítulo 1

Valladolid, lunes 19 de marzo de 2018.

Por los auriculares sonaba la tercera Suite para violonchelo en C mayor de Bach mientras Ainhoa se desplazaba a gran velocidad, corriendo tan rápido como sus piernas le permitían a través del oscuro sendero. El sudor empapaba la ajustada camiseta rosa que solía utilizar para salir a correr. Sus pies se encontraban exhaustos, al igual que el resto de su cuerpo, que amenazaba con desplomarse de un momento a otro de no cesar aquella intensa actividad. Su pulso hacía tiempo que había alcanzado niveles de riesgo, y sabía que lo aconsejable para su salud sería detenerse de inmediato. Pero no podía. Todas las noches, mientras la ciudad dormía, acostumbraba a salir a correr por la ribera del Pisuerga con la intención de hacer algo de ejercicio y estirar sus anquilosadas piernas, que solían sentirse cargadas después de toda una jornada pasando consulta psicológica en su despacho. “A partir de los cuarenta, comer sano y hacer ejercicio son las únicas maneras de mantener un buen cuerpo” solía comentar en las reuniones con sus amigas. Y Ainhoa había dejado ya muy lejos los cuarenta. Tanto, que con más de medio siglo vivido le bastaban los dedos de las manos para contar los años que le restaban para jubilarse. Aquel sendero a lo largo del río Pisuerga constituía una de sus rutas favoritas pues veía en él un oasis de tranquilidad en medio de la ciudad, en donde podía correr sin la necesidad de encontrarse con nadie que la molestase. Pero hacía unos minutos, eternos para ella, que había dejado de correr por placer y había empezado a hacerlo por su vida. Detenerse supondría la muerte, y era muy consciente de ello al tiempo que lo era también de que había llegado al límite de sus fuerzas. Sabía que no podría resistir mucho más y no entendía cómo era capaz de seguir corriendo. “No importa el cómo lo hagas, lo único que importa es que te mantengas en movimiento como sea” se ordenó, encomendándose a su viejo corazón. “No me vayas a fallar ahora” trató de dirigirse a él con aprensión, notando como las palpitaciones eran tan fuertes que el órgano parecía querer salirse de su pecho. Desesperada, volvió la cabeza, sin dejar de correr. Allí no había nadie. “¿Lo he perdido?” se preguntó aliviada, reduciendo la velocidad para recobrar el aliento. La luna llena se reflejaba sobre el Pisuerga, arrojando una luz natural innecesaria por la acción de las farolas. “¿Quién coño era ese loco?” quería saber. Reparó en los auriculares que seguían reproduciendo la música de su teléfono móvil. Sacó el terminal de su bolsillo y marcó en el teléfono el número uno, uno, dos, antes de presionar sobre el botón de llamar. —Emergencias Castilla y León —escuchó decir a una voz femenina al otro lado del aparato. Dirigió entonces una rápida mirada hacia su derecha, en donde se encontraba la Rosaleda, uno de los parques más antiguos de la ciudad. Ese gesto le permitió esquivar a la muerte unos minutos más. La enorme figura que, puñal en mano, llevaba varios angustiosos minutos persiguiéndola por aquel oscuro sendero, apareció repentinamente por las escaleras de piedra que la separaban del parque, abalanzándose sobre ella. Ainhoa apenas tuvo tiempo de esquivarle, dejando caer su teléfono al suelo y comenzando a correr nuevamente. Con pavor, comprendió que acababa de perder su única posibilidad de pedir ayuda. Su atacante estaba tan cerca que lanzó una arremetida con el puñal logrando producirle un corte en el brazo, lo que provocó en la mujer un fuerte escozor cuando la afilada hoja rasgó su piel. Siguiéndola de cerca, las botas del agresor aplastaron el Smartphone del suelo cuya pantalla se quebró instantáneamente. Ainhoa se sentía incapaz de correr durante más tiempo. Pasó por debajo del puente del Poniente, notando cómo su perseguidor le recortaba distancia con cada paso, situándose a escasos centímetros de ella. “¿Cómo puede correr tan rápido vestido así?” quiso saber reparando en la túnica negra que llevaba. Casi podía escuchar su jadeante respiración a través de los orificios de la fantasmagórica máscara que ocultaba su rostro. A pocos metros de su posición, comenzaba la playa de arena artificial de Las Moreras. Con la visión nublada por el esfuerzo realizado, distinguió unas sombras que se movían por la orilla. Obligó a sus ojos a enfocar y pudo apreciar a un grupo de adolescentes que se encontraban consumiendo alcohol sobre la arena de la playa. Comprendió que esos jóvenes podrían ser su salvación, pues si lograba llegar hasta ellos, tal vez pudieran ayudarla. La escasa distancia, apenas unos pocos metros, hizo renacer la esperanza en ella que logró hacer un último acopio de fuerzas para seguir corriendo. Era consciente de que si gritaba pidiendo auxilio la escucharían, pero no le quedaban fuerzas siquiera para intentarlo. “No hay excusas. Tengo que hacerlo” se obligó tomando una fuerte inspiración que cargó de oxigeno sus pulmones para proferir un potente grito en el que invirtió sus últimas energías. El frío aire de la noche le abrasó la garganta, pero ese era el menor de sus problemas. Ainhoa sintió un fuerte dolor en el pie izquierdo, que rápidamente se propagó por toda su pierna, haciéndole perder el equilibrio. Atenazada por el cansancio extremo, una mala pisada había terminado provocándole un esguince. Consciente de que finalmente había sucedido aquello que tanto temía, trató de compensar con la otra pierna el apoyo perdido a causa de la torcedura, evitando así caer al suelo, pero se encontraba demasiado agotada y sus músculos no le respondieron como deseaba. La caída sucedió a cámara lenta, como algo evitable, algo que, si quería, no tenía por qué suceder. Lamentablemente, era tal el cansancio, que su extenuado cuerpo se rindió, incapaz de seguir ofreciendo resistencia. Necesitaba caer, dejar de correr, detenerse… que viniera lo que tuviese que venir, pues de pronto, ya nada le importaba. El golpe contra el suelo fue fuerte, provocándole magulladuras en brazos, hombros, y otras partes desnudas de su cuerpo al arrastrase por la tierra. Ainhoa había supuesto que su perseguidor era un hombre, tal vez un violador. Fuera quien fuese, logró alcanzar su posición en pocos segundos y se detuvo junto a ella. La punta de sus botas estaba a escasos centímetros de los dedos de la mano de la mujer. Entonces, todo sucedió demasiado deprisa. El agresor la agarró del pelo y tiró de ella hacia arriba hasta lograr asirla con fuerza del brazo izquierdo, y violentamente la arrastró hacia el muro que salvaba la distancia con el río Pisuerga, en donde se había erigido un templete de cristal. En el lateral, una rampa zigzagueante de hormigón descendía hasta la ribera. Mientras era arrastrada por la rampa, la mujer escuchó a su agresor silbar una siniestra melodía. Desde el suelo, examinó la monstruosa máscara de piel que cubría por completo el rostro y la cabeza de su siniestro de su atacante: de color negra como la oscuridad que la rodeaba, con aquel alargado y afilado pico… aunque la insuficiente luz le impedía recrearse en los detalles, Ainhoa creyó notar que su portador sonreía a través de ella satisfecho. Al llegar al embarcadero del Leyenda del Pisuerga, un barco de recreo que los días de verano solía recorrer el río repleto de turistas, la terrorífica figura soltó bruscamente la extremidad con la que arrastraba a su víctima. Ésta identificó horrorizada en dónde se encontraba y comprendió que desde allí nadie podría verla, por muy cerca que pasasen. Con amargura comprobó que podía ver los coches cruzar el puente del Poniente, que salvaba la distancia del Pisuerga conectando ambas orillas. “Tan lejos y tan cerca” concluyó, consciente de que a esa distancia jamás podrían reparar en su presencia. Los últimos minutos le habían servido para recuperar el aliento. Tomó impulso y chilló con todas las fuerzas que había sido capaz de reunir. El estridente grito salió de su garganta enérgicamente, resonando en la noche y amplificándose por efecto del agua. La reacción de su agresor no se hizo esperar, quien con sus manos enfundadas en negros guantes de piel abofeteó a Ainhoa con tanta fuerza que abrió una pequeña herida en el pómulo derecho de la mujer del que empezó a manar una sangre de un vivo color rojo. Sin decir nada, el extraño se llevó su negro dedo índice a la punta del pico de la máscara, ordenándola amenazadoramente que guardara silencio, al tiempo que con la mano izquierda en la que esgrimía el puñal, hacia el gesto de rebanarle el cuello. Lentamente comenzó a inclinarse hacia ella con el arma extendida mientras la mujer lo observaba aterrada desde el suelo. Pero Ainhoa no quería averiguar cuáles eran las intenciones de aquella especie de sombra siniestra, y en aquellos tensos momentos decidió que no pensaba morir aquella noche. Tenía que lograr escapar de allí y vivir, debía hacerlo por su hija, a la que hacía demasiado tiempo que no veía. No, lo haría por ella misma, porque amaba demasiado a la vida y no quería terminar sus días en aquel solitario embarcadero. “Sí”, decidió, “voy a enfrentarme a ese cabrón y voy a escapar de aquí, y mañana todo esto no será más que un mal recuerdo”. Con determinación lanzó una fuerte patada hacia la entrepierna del ser enmascarado quien se dobló al instante del dolor. “¡Lo sabía! ¡Es un puto tío!” concluyó celebrando el éxito del ataque. Consciente de que no tenía tiempo que perder si quería salir de allí con vida, debía apresurarse y escapar antes de que su rival se recuperara. Recordó a los muchachos que bebían sobre la arena. “Si consigo llegar hasta la playa, estoy salvada” planificó convencida de que seguramente habrían escuchado su grito y estarían buscando la procedencia. Se incorporó de un salto y arrastrando la pierna izquierda trató de escapar de allí. Pero la suerte no estaba de su parte aquella noche y antes de que pudiera abandonar el embarcadero, la siniestra figura trepó por la barandilla ascendiendo al inicio de la rampa y bloqueándole la salida que tanto ansiaba. Consciente de que un segundo podía suponer la diferencia entre vivir o morir, recorrió la pasarela de madera que daba acceso al Leyenda de Pisuerga. Una vez a bordo de la embarcación recorrió la cubierta lateral en busca de la puerta de entrada al interior. Una vez estuvo frente a ella, asió el pomo y lo accionó empujando suavemente la puerta. Ésta no se movió: Estaba cerrada con llave. Desesperada, comenzó a empujar el pomo de manera compulsiva, sin éxito.

—¿Y ahora qué? —protestó en voz alta, incapaz de contener la rabia.

A su espalda el hombre de la máscara avanzaba lentamente por la pasarela, consciente de que su víctima no tenía escapatoria. Ainhoa recorrió la cubierta hacia la parte de popa, en donde estaba instalada la gran rueda que daba a la embarcación la apariencia de los antiguos barcos de vapor que durante el siglo XIX surcaran el río Misisipi. Allí se encontró con otra puerta que intentó abrir, nuevamente sin éxito. Los pasos de aquel hombre resonaban por el lateral de la cubierta que acababa de dejar atrás. Siguió bordeando el barco, probando a abrir cada puerta que encontraba a su paso, pero todas estaban cerradas. Alcanzó la proa de la embarcación. Desde allí podría acceder nuevamente a la pasarela por la que había accedido al barco. Se sentía esperanzada y orgullosa de sí misma, pues cuando parecía tenerlo todo perdido, había sabido enfrentarse a aquella persona y estaba segura de que había logrado darle esquinazo en el interior del barco. Por desgracia, sus esperanzas no duraron demasiado: cuando por fin tuvo ante ella la salida, descubrió una sombra familiar, bloqueándole el paso. “Pero… ¿cómo lo hace?” protestó mientras giraba bruscamente encontrándose con la escalera que ascendía hasta la planta superior ubicada en la parte delantera. Escaló lo más rápidamente que fue capaz, comprendiendo al instante el error cometido: acababa de llegar a un callejón sin salida pues allí arriba lo único que había eran bancos para que los turistas pudiesen disfrutar del paisaje durante los días de verano. Los pasos del enmascarado resonaban por la escalera, subiendo lentamente, en su búsqueda. “¿Y ahora qué hago?”. Se planteó la posibilidad de arrojarse al río, pero la hidrofobia que padecía desde niña le había impedido aprender a nadar y comprendió que la ferocidad del Pisuerga, que cada año segaba la vida de un buen número de personas que voluntaria o involuntariamente terminaban hundiéndose en sus aguas, no le daría oportunidad alguna. Sólo le restaba una posibilidad: se enfrentaría al enmascarado. Si aprovechaba la situación de vulnerabilidad a la que se encontraba expuesto mientras ascendía por las escaleras, sorprendiéndolo al empujarlo, tal vez lograra hacer que se precipitara hacia el piso inferior. Eso le daría una posibilidad de escapar. No le quedaban fuerzas, pero daba igual. El instinto de supervivencia estaba al mando y para él no existía el dolor ni el cansancio. No hasta que el peligro hubiese pasado. Ainhoa esperó hasta ver aparecer aquel rostro de pájaro y cargó con todas sus fuerzas contra el portador de la máscara con la intención de derribarlo. Con una inusitada fuerza, el cuerpo de la mujer golpeó a su perseguidor, sintiendo un fuerte pinchazo en su pecho, cerca del corazón. Desprevenido, el enmascarado perdió el equilibrio. Trató de evitar la caída, agarrándose a la barandilla, pero sus pies se enredaron con su túnica y terminó cayendo hacia atrás. Ainhoa vio aliviada cómo su enemigo se precipitaba, tal como había planeado, rodando por las escaleras con un estrepitoso golpe.

—¡Sí! —gritó triunfal al ver a su agresor tendido inmóvil en el suelo de la cubierta inferior.

Una sonora carcajada resonó por toda la embarcación.

—¿De qué te ríes, cabrón? —preguntó Ainhoa con rabia, alzando la voz.

No tardó en entender el motivo. Horrorizada, descubrió cómo la empuñadura del cuchillo sobresalía de su pecho. “Antes de caer… cuando le empujé…” comprendió sin llegar a terminar la frase. No lo necesitaba. Un regusto dulzón a sangre inundó su paladar momentos antes de perder el equilibrio y caer rodando por las escaleras. El choque contra la cubierta inferior quedó amortiguado por el cuerpo de su atacante. Aun así, no pudo evitar llevarse un fuerte golpe en la cabeza contra la baranda. Al instante, por su frente empezó a descender un hilo de sangre que manaba de la brecha abierta. Miró a aquel hombre que continuaba tendido en el suelo, debajo de ella. En aquellos instantes finales le asaltó la duda de por qué le estaba sucediendo eso a ella. Haciendo un esfuerzo titánico, reunió las escasas fuerzas que le restaban para musitar con un hilo de voz:

—¿Por qué?

No obtuvo respuesta. El hombre la miraba inmóvil a través de aquella máscara mientras continuaba riendo. Ainhoa no sintió miedo. Tan sólo tristeza por la hija que dejaba en Londres y a la que hacía años que no veía. Trató de visualizar su cara por última vez: su sonrisa cálida, su mirada dulce, su larga melena rubia, al igual que la suya… pero en aquellos momentos finales su instinto de supervivencia, que había tomado el control de su cerebro, cedió ante el cansancio y la mujer comprendió que ni siquiera tenía fuerzas para recordar el rostro de su hija. Su vida se apagaba rápidamente, y no le importaba. Todo cuanto deseaba era cerrar los ojos y descansar al fin, aunque eso significara no volver a despertar nunca. El hombre de la máscara de pájaro comprobó que la mujer ya no respiraba. Con una innecesaria delicadeza, se liberó del cuerpo inerte de Ainhoa que lo estaba aprisionando, y logró incorporarse. Se sentía satisfecho. Por momentos su plan estuvo a punto de venirse abajo, pero finalmente las cosas habían salido como estaban planeadas: la mujer estaba muerta, lo que significaba que su primera víctima había sido eliminada. Lo siguiente sería deshacerse del cadáver, pero antes debía hacer algo: de su negra túnica extrajo cinco pequeños objetos que introdujo en uno de los bolsillos del pantalón. Una vez completado el pequeño ritual, agarró el cuerpo de la mujer por las axilas y lo arrastró hasta la borda del Leyenda del Pisuerga en donde la levantó lo suficiente para poder arrojarla al río. El cuerpo de Ainhoa cayó con un sordo chapoteo y desapareció al instante en las oscuras aguas. “Ahora es problema tuyo” pensó refiriéndose al Pisuerga. Mientras se alejaba del barco, sacó un papel plegado de un bolsillo y lo desdobló. Se trataba de una lista en la que había anotado los nombres con apellidos, teléfonos y direcciones de quienes debían perecer. Inspeccionó la hoja durante unos segundos hasta dar con el que buscaba y lo tachó tomando con sus enguantados dedos un poco de la sangre de Ainhoa que manchaba el filo del puñal. Era el momento de pensar en su próxima víctima. El primer trabajo estaba concluido, pero aquello no había hecho más que comenzar. Tenía clara su misión: Los mataría. Los mataría a todos.

Víctor M. del Pozo leyendo El sillón del diablo