El crimen de Canterac: la congregación de los tres valores – primeros capítulos

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Prólogo
Valladolid, miércoles 19 de agosto de 1908
El efímero silencio se rompió abruptamente, dando paso a un alboroto compuesto por gritos y aclamaciones de los ciudadanos congregados en las calles cercanas. Esto le sirvió de indicación a Agustín, teniente general de la Séptima Región Militar del Ejército Español, de la llegada del elegante carruaje real en cuyo interior viajaba Alfonso XIII junto a su esposa Victoria Eugenia de Battenberg y sus dos hijos el príncipe Alfonso y el infante Jaime. Este último, con tan solo dos meses de edad, realizaba el trayecto dormitando en brazos de su madre.
Pese a la escandalera, Agustín aún no lograba vislumbrar el lujoso vehículo. Apostado en la puerta de la Academia de Caballería, un sobrio edificio conocido por los ciudadanos como el octógono y construido inicialmente como presidio en mil ochocientos cuarenta y siete, el teniente general esperaba expectante la llegada del rey, momento en el que, tras los saludos rituales, se subiría al carruaje para viajar junto a la familia real hasta la plaza de la Constitución, custodiados por los mejores miembros de la división de infantería. “Tan pronto como suba al vehículo podré completar al fin mi misión, liberando a España de los usurpadores” pensó aferrando inconscientemente y con fuerza inusitada la empuñadura de su pistola Mars automática.
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Unos metros más adelante, un lujoso coche real que combinaba con elegancia la sobriedad de los colores rojo y negro con el esplendor del dorado avanzaba lentamente por el paseo de Zorrilla con paso de desfile para dar tiempo a los ciudadanos a disfrutar de la presencia del vehículo. En su interior, Alfonso XIII descorrió la cortina de seda color bermellón y acercó su pálido rostro a la ventanilla con intención de saludar a los vallisoletanos que se habían acercado a recibirle. La grotesca visión que le proporcionaba la ingente muchedumbre apelotonada, arremolinándose cada vez más mientras se empujaban entre ellos, en perenne pugna por obtener mejores vistas del fugaz paso de la carroza Real, no agradó al monarca. Sintiendo regresar fantasmas del pasado, Alfonso XIII tuvo que hacer un concienzudo esfuerzo para serenarse en su lucha interior contra la creciente ansiedad que le instaba a volver a cerrar la cortina, ocultándose y huyendo así del estímulo que tanto le angustiaba. Todo ello era fruto de su incapacidad para superar un terror secuela del traumático incidente sucedido dos años antes en Madrid. Incapaz de evitarlo, el monarca evocó los dolorosos acontecimientos acaecidos durante su boda con Victoria Eugenia de Battenberg. Aquel treinta y uno de mayo estaba llamado a ser el día más feliz de su vida, y sin embargo terminó convirtiéndose en la peor de las pesadillas.
Finalizada la ceremonia nupcial, los recién casados habían abandonado el monasterio de los Jerónimos en la carroza Real. Estaba resultando un día memorable, no solo para él o su esposa, sino para el reino entero, y prueba de ellos podía encontrarse en los centenares de súbditos que habían acudido a aclamarles a su paso por las calles de Madrid. Y se esperaba que el festejo continuase durante el resto de la jornada con una celebración digna de la realeza a la que se había invitado a representantes de las principales monarquías europeas. ¿Cómo iba a sospechar que la muerte le acechaba desde una pensión ubicada en el cuarto piso del número ochenta y ocho de la calle Mayor?
Con paso ligero, la carroza recorría la vía entre vítores y vivas de los ciudadanos cuando el rey, que desde el interior del carruaje disfrutaba feliz del baño de masas, observó a un joven que arrojaba desde una ventana un lustroso ramo de rosas. Agradecido del gesto, Alfonso XIII alzó su mano para dedicar un saludo al atento ciudadano. Lo que sucedió después sería recordado por el monarca como algo perteneciente a un sueño. Bajo la atenta mirada del rey, el ramo se precipitó lentamente desde el cuarto piso hasta que encontrarse en su trayectoria con una de las líneas de alta tensión del tranvía. Antes de que todo se volviera negro, el Borbón tuvo tiempo de apreciar un gran destello seguido de una fuerte explosión que provocó en el vehículo una fuerte sacudida, embraveciendo a los caballos. Cuando el sordo sonido cesó, llegaron hasta él los gritos de pánico de cuantos habían salido al encuentro de la carroza real.
Fuera del carruaje el caos era total. Tiempo después la investigación concluiría que la explosión había sido provocada por una potente bomba Orsini oculta en el interior del ramo de flores. El tendido eléctrico del tranvía lo había desviado de su trayectoria original, catapultando el artefacto contra el público, sembrando de cadáveres la calle Mayor. Desconocedor de lo sucedido, lo único que obsesionaba al conmocionado rey era conocer el estado de su esposa.
— ¿Te encuentras bien? – alcanzó a gritar, no sin esfuerzo, denotando desesperación en su voz. Pero el ruido del ambiente le impidió escuchar sus propias palabras.
Los oídos le pitaban y el humo del ambiente apenas le permitía ver. Precisó de unos eternos minutos para recuperarse y lograr así comprobar que ambos se encontraban ilesos. Centró su atención en una calle Mayor convertida en un escenario de guerra, donde el pánico se había apoderado de los asistentes. Con profunda tristeza, el monarca observó a una mujer tendida en el suelo que lloraba desconsolada aferrándose al cadáver de un joven que bien podría ser su hijo, mientras, unos metros detrás de ella, un anciano con la cara ensangrentada vagaba sin rumbo, aturdido, en busca de un auxilio que nadie parecía dispuesto a brindarle, hasta tropezar en su delirante huida con un hombre que, amputada la pierna izquierda por la deflagración, deambulaba a base de pequeños saltos con la pierna que le restaba.
Las investigaciones llevadas a cabo por la policía serían determinantes para confirmar que la explosión se trataba en realidad de un atentado fallido perpetrado por el anarquista Mateo Morral Roca con la intención de asesinar a los reyes. Las terribles primeras cifras dejaban un desolador saldo de veinticuatro víctimas mortales y más de cien heridos y lisiados. “De no ser por esos cables de alta tensión, los muertos seriamos mi mujer y yo” pensó el monarca con una mezcla de aprensión y tristeza cuando dos años después terminaba de recorrer el Paseo de Zorrilla a bordo de la carroza real que se aproximaba a la academia de caballería de Valladolid.
Grabado en una memoria, la suya, que parecía empeñada en revivir lo sucedido constantemente, cada día desde el fatídico día del atentado, el rey se negaba desde entonces a recorrer las calles sin la protección del ejército. Estaba convencido de que una mejor actuación de sus hombres de confianza, aquellos a los que pagaba con el único fin de salvaguardar su vida y la de su familia, podría haber sido suficiente para evitar aquella innecesaria matanza, pues el propio asesino, quizás en un desesperado intento de llamar la atención sobre él y así ser detenido en sus demenciales propósitos, había anunciado sus intenciones días antes mediante un mensaje tallado sobre un árbol en el parque del Retiro.
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Al fin Agustín logró atisbar el carruaje en cuyo interior viajaba la familia Real. “Ha llegado el ansiado momento. No puedo fallar, es mi oportunidad para sacrificarme por mi patria. Todos dependen de mí.”, pensó el militar. “No fracasaré. Hoy comienza un nuevo ciclo para España. Uno que nos devolverá la gloría perdida.”
El vehículo se detuvo con suavidad frente a la puerta de la academia de Caballería y el cochero se apresuró en abrir la puerta del carruaje facilitando que el militar pudiera subir. El interior del transporte, tapizado con lujosas telas, contaba con dos sillones enfrentados. Agustín ocupó un ajustado espacio en el sentido contrario de la marcha, frente al monarca y su esposa y sentándose entre medias del príncipe Alfonso y un escolta destinado a velar por la seguridad de los monarcas desde el palacio Real de Madrid.
— Majestad. – saludó Agustín tratando de controlar un imperceptible temblor de su labio superior. El rey le dedicó una leve inclinación de cabeza.
El vehículo afrontó el tramo final hacia la plaza de la Constitución recorriendo una calle de Santiago que había sido cerrada al tráfico rodado para la ocasión, reemplazando los ruidosos y polvorientos coches a motor que usualmente se podían ver recorriendo la vía por la presencia de cientos de curiosos agolpados para poder ver pasar la carroza Real.
—¿Repasamos la agenda? – le propuso con amabilidad forzada Alfonso XIII.
—Por supuesto, alteza. – Agustín reflexionó durante unos instantes antes de empezar: – Una vez lleguemos a la plaza, a las puertas del nuevo ayuntamiento le estarán esperando el alcalde de la ciudad,— Eduardo Romero y el Obispo de Valladolid, Fabián Balenciaga. Juntos procederán a la inauguración de la nueva casa consistorial, lo que dará paso a una solemne misa desde el balcón del edificio.
—Entendido. – repuso conforme Alfonso XIII.
El rey era consciente de la importancia de aquel acto pues sabía que para una ciudad pocos acontecimientos podían existir que superasen en relevancia a la inauguración de un nuevo ayuntamiento. Y eso era precisamente lo que les estaba tocando vivir a los habitantes de Valladolid aquel diecinueve de agosto de mil novecientos ocho. El hecho de que el nuevo ayuntamiento estuviese proyectado por el propio Miguel Iscar, quien, en mil ochocientos setenta y nueve, un año antes de su muerte, ordenó el derribo del malparado ayuntamiento de mediados del siglo XVI, encargando la construcción del nuevo edificio al arquitecto local Antonio Iturralde Montel, dotaba al evento de un halo mágico, casi místico, pues muchos ciudadanos veían en el nuevo edificio un legado póstumo del ilustre alcalde.
La rueda del carruaje pasó por encima de uno de los numerosos socavones que poblaban la calle, obligando a los ocupantes del transporte a aferrarse a su asiento para evitar salir despedidos. Agustín notó como la pistola de su bolsillo amenazaba con caérsele y se planteó si tal vez había llegado la hora de poner en marcha el plan. “Aún no. Cuando llegue el momento, lo sabré”.
Apesadumbrado, se vio obligado a asumir que la presencia del pánico empezaba a constituir un problema. “Es normal tener miedo. Uno no mata a un rey todos los días”, concluyó. Buscando aliviar su ansiedad, se obligó a recordar las palabras del gran maestre, en la última reunión mantenida en los sótanos del Castillo de Canterac:
—Resulta obvio que, dada tu privilegiada posición en el ejército, tú serás el encargado de recibir al rey a su llegada a Valladolid. El protocolo dicta que deberás subir al coche en la Academia de Caballería para acompañar a la familia real hasta el ayuntamiento. Asegúrate de acabar con su vida y con la de toda la familia real antes de llegar, ¿entendido?
—¿Es necesario asesinar a los infantes? ¡Son solo unos niños!
La voz del gran maestre sonó fría y calculadora en su respuesta:
—Bellum omnium contra omnes. Vivimos en continua guerra los unos contra los otros, y ellos no son más que peones en una partida mayor.
—¿Las sagradas escrituras?
— No. El Leviatán de Thomas Hobbes. El sostenía que el ser humano es malvado por naturaleza; no importa la edad, el mal reside en el interior.
— Pero…
El gran maestre lo interrumpió.
— No olvides que la repentina muerte de su padre hizo a Alfonso XIII rey antes incluso de nacer, cosa esta inédita en nuestra historia. Estoy seguro de que ninguno de nosotros quiere que suceda algo parecido con sus hijos. Por eso es mejor no correr riesgos y erradicar cualquier vía de descendencia del falso monarca.
Con pesar, Agustín comprendió que no podía debatir los argumentos del gran maestre pues estaban cargados de razón. Ambos vestían las túnicas de la congregación mientras cubrían sus rostros con las afiladas máscaras de médico de la peste. Agustín reparó en lo absurdo de la situación: La finalidad de las máscaras eran preservar la identidad de los miembros, cosa inútil en aquel escenario en el que ambos habían convenido conocer sus identidades.
— Pero, una vez los haya matado, ¿Cómo se supone que lograré escapar? Habrá militares por todas partes sin olvidar que las calles estarán abarrotadas.
— No escaparás. Tienes que tener muy claro a lo que te expones y los riesgos que vas a correr. Una vez concluida la misión te entregarás pacíficamente. Serás arrestado, juzgado y encarcelado por el asesinato de la familia real. Es muy probable que te condenen a muerte. Pero en cuanto nuestro señor, Jaime sea coronado promulgará un indulto para ti.
— Comprendo.
— ¿Sabes? Eres muy afortunado. Jaime sabe compensar a los que se sacrifican por él y por la causa y será muy generoso contigo.
— No estoy seguro… ¿Y si me ejecutan allí mismo? Casi preferiría que se encargue del trabajo alguno de mis hombres.
El militar apreció el enfado del gran maestre a través de la máscara de pájaro:
— ¿Es que hay entre ellos alguien en quien confíes tanto como para pedirle que asesine al rey de España? ¿No comprendes que una traición en un asunto como este podría suponer el final de toda la congregación? ¿Acaso has olvidado lo que sucedió la última vez? – Agustín no había olvidado. Sin embargo, aprovechando su silencio, el gran maestre añadió en tono conciliador, antes de dar por finalizada la conversación: – No te preocupes, todo saldrá bien. Yo mismo estaré allí para asegurarme de que así sea.
Dos años antes, ante la inminente boda del monarca, la congregación recibió un encargo directamente de Jaime de Borbón: conocedor de que se presentaba una ocasión única para exterminar a la actual familia real facilitando que él pudiera gobernar, se había planificado un elaborado atentado en Madrid con el objetivo puesto en la carroza real, la misma en la que en ese momento viajaba rumbo a la plaza de la Constitución para inaugurar la nueva casa consistorial. Las dificultades surgieron a la hora de decidir quién sería la mano ejecutora, pues pese a todos los intentos, nadie se ofreció como voluntario. La solución la aportó uno de los miembros de la congregación, cuya identidad era un misterio para el militar gracias a la máscara que la salvaguardaba.
— ¿Y si engatusamos a uno de estos anarquistas para que haga por nosotros el trabajo sucio? – había dicho con una grave voz ronca.
La propuesta fue aplaudida, y tras valorar varios nombres de sonados anarquistas, se decantaron por contactar con Mateo Morral Roca, a quien engañaron con falsas promesas, convenciéndole de sus intenciones de derogar la monarquía e instaurar una república. El escrúpulo con el que cuidaron cada uno de los detalles alcanzó tal perfección que incluso la bomba Orsini se le entregó a Mateo envuelta en una bandera de la república francesa. Pero el explosivo, oculto en el interior de un ramo de flores se desvió y no alcanzó su objetivo, resultando el rey ileso.
Agustín recordó como dos días después del fallido atentado Mateo Morral tuvo la desgracia de ser reconocido en la Venta de los Jaireces, un local cercano a la estación de Torrejón de Ardoz cuando planeaba su huida a Barcelona. Con el anarquista arrestado surgió el temor a que pudiera desvelar alguna información que sirviera para delatarlos, lo que obligó a Agustín a encargarse personalmente de dar muerte a Mateo. Con lo que no esperaba encontrarse el experimentado militar fue con la resistencia ofrecida por Fructuoso Vega, el guardia jurado encargado de conducir a Mateo hasta el cuartelillo. Con pesar, Agustín comprendió que no podía permitirse dejar con vida Fructuoso Vega. Él no era un asesino y terminar impunemente con la vida de un hombre inocente era algo que le perseguiría durante el resto de sus días, pero, hombre sabio, supo al instante que, llegado el momento, el guardia jurado podría testificar en su contra, poniendo así en peligro su vida y la existencia de la congregación. Comprometido con su misión, disparó al guarda a bocajarro, arrebatándole la vida al instante, para después comenzar a preparar la que sería su coartada. Su mente privilegiada había concebido el plan sobre la marcha y, sin embargo, se sentía orgulloso de su brillantez: oficialmente, el anarquista había intentado escapar, asesinando al guardia Fructuoso Vega para después, al tomar conciencia de lo que acababa de hacer, se quitó la vida arrepentido. Pese al orgullo de su ideólogo, la historia nunca convenció a nadie, pues arrojaba más sombras que luces sobre una historia de por si repleta de claroscuros, aunque para alivio de Agustín, la verdad de lo sucedido jamás llegaría a conocerse.
“De eso hace ya mucho tiempo”, pensó el militar regresando al presente para comprobar que el carruaje se encontraba accediendo a la abarrotada plaza del ayuntamiento. Casi podía tocar a la estatua del conde Ansúrez, repoblador de la ciudad ubicada en el interior de una pequeña zona ajardinada. Agustín observó como el bullicio se incrementaba en ese punto final de la ruta, por lo que, consciente de que no dispondría de más oportunidades, dedicó una mirada de complicidad a la sonriente cara de hierro oxidado del conde antes de cerrar la cortina de terciopelo rojo. Con gran parsimonia, pero sin conceder pausa alguna a sus enemigos, sacó su arma del bolsillo y sin querer dejar tiempo para que el militar de su izquierda reaccionara, disparó el arma a quemarropa, sesgando al instante la vida del guarda real que, sorprendido, no dispuso del tiempo necesario para decir siquiera esta boca es mía.
Eliminado el escollo que constituía el guardaespaldas del rey, Agustín apuntó con su Mars automática al monarca, quien al ver el cañón del arma dirigido amenazadoramente hacia su persona alzó las manos en señal de rendición.
— ¿Qué clase de atropello es este? ¿Cómo te atreves a apuntar con una pistola a tu rey? ¡Al rey de España! – protestó la reina escandalizada. – ¡Esto es un ultraje!
— Él no es rey de nada. Es un farsante. Ninguno de los dos lo sois. No existe más rey que Don Jaime de Borbón – Agustín lanzó una mirada despectiva al recién nacido que portaba la reina en brazos y recordó que el infante también se llamaba así. – Y con Jaime no me refiero al repugnante bebé qué sostienes. Hoy por fin se hará justicia poniendo fin a una época oscura de usurpación en el trono. España pasará a ser gobernada por los verdaderos descendientes de la corona.
El rey miró con seriedad al que iba a convertirse en su asesino y con un tono de voz que no se esforzaba en ocultar el terror que estaba experimentando en ese momento expuso a modo de súplica:
— ¿Puedo pedirte que no les hagas nada a ellos? Haz conmigo lo que quieras, pero ¡por el amor de Dios! ¡Son solo unos niños!
— ¡Silencio! – ordenó el militar. – No habrá clemencia. Ninguno de vosotros saldrá de aquí con vida.
— Entonces, no alargues innecesariamente esta agonía. – pidió el monarca. – Lo que vayas a hacer hazlo ya.
Agustín comprendió que Alfonso XIII tenía razón. Su preciado tiempo también empezaba a escasear y de no realizar el asesinato de inmediato, el carruaje llegaría a su destino, deteniéndose a las puertas del ayuntamiento en donde le sorprenderían antes de que pudiera concluir su misión. Sabía lo que eso significaba: para él, la muerte y para todos los hermanos que habían confiado en él, el final del sueño de ver restablecida una monarquía que ellos consideraban legitima. No podía fallar.
Era sabedor de que el éxito de su misión terminaría con sus huesos en prisión antes de que el día finalizase, pues con el rey muerto, no dispondría de ninguna oportunidad de escapar de aquella abarrotada plaza sembrada de militares a los que él mismo había posicionado ahí para el desfile inaugural. Su única opción pasaba por ceñirse al plan establecido: no ofrecer resistencia y dejarse arrestar tal y como estaba acordado, en espera de que Jaime de Borbón ascendiera al trono y le obsequiara con el indulto prometido junto con un merecido ascenso que lo catapultaría al rango de guardia personal del rey. Todo un honor acompañado de innumerables riquezas para él y su familia que bien valían una pequeña temporada encarcelado.
Volvió a dedicar una mirada a los ocupantes del vehículo que lo observaban consternados. El príncipe Alfonso rompió a llorar desconsoladamente.
— ¡Cállate! – ordenó. Al ver que el niño no cesaba de gimotear, el militar obsequió al joven príncipe con un culatazo de su arma que abrió un pequeño corte en la mejilla del niño de la que empezó a manar una sangre de un vivo color rojo.
La situación empezaba a cansarle, y poco a poco se fue dejando envolver por una sensación de irrealidad que le hizo sentir protagonista de un sueño. “Un mal sueño. Una puñetera pesadilla”, murmuró entre dientes de manera inaudible. Iba a ponerle fin, disparando en primer lugar al rey, cuando la amplia rueda del carruaje se encontró en su camino con un nuevo bache que desestabilizó momentáneamente el vehículo.
Alfonso XIII dispuso de apenas una milésima de segundo para decidir su futuro. Vivir o morir, todo dependería de sus próximos movimientos. Y su decisión no se limitaba a él, sino que también se extendía a toda su familia. Consciente del enorme peso que acababa de cargar sobre sus hombros y convencido de que ya no tenía nada que perder, el monarca comprendió que el destino acababa de brindarle una última oportunidad. Aprovechando la efímera distracción provocada por el socavón, se abalanzó sobre el militar traidor, comenzando con él un brutal forcejeo que se extendió durante unos interminables minutos, hasta que el sonido de un disparo ensordeció a los ocupantes del vehículo. A este primer disparo le siguieron tres más que el clamor del público silenciaron.
El carruaje alcanzó la puerta de la nueva casa consistorial deteniéndose junto al próstilo, en donde tal y como estaba planeado, esperaban el alcalde de la ciudad, Eduardo Romero, acompañado por el obispo de Valladolid, Fabián Balenciaga.
Sobre sus cabezas, en el enorme balcón del edificio había sido instalada una pequeña carpa bajo la cual se había improvisado un pequeño altar para que el obispo celebrase una liturgia especial que inaugurase y bendijese el majestuoso edificio.
Impaciente por tener la ocasión de saludar al rey, el alcalde se aproximó al carruaje y abrió las puertas de este, encontrándose con una escena desoladora.
— ¡Madre de Dios! ¿Qué ha sucedido aquí? – exclamó desconcertado.
— Déjame ver. – pidió el obispo Balenciaga apartando descortésmente al alcalde.
En el interior del carruaje, el rey se encontraba tendido sobre su asiento con la camisa ensangrentada, mientras Victoria Eugenia, que aún sostenía a su neonato en brazos, no cesaba de santiguarse compulsivamente. Completaba la estampa el príncipe Alfonso llorando histéricamente al lado de los cadáveres de dos militares. Recuperando el semblante, el rey se dirigió al alcalde con una voz serena, carente de toda emoción:
— Aquí no ha sucedido nada. ¿Entendido? – alcalde y obispo asintieron sin pronunciar palabra. Alfonso XIII prosiguió: – No quiero que esto se sepa jamás. Es el tercer atentado al que me veo sometido, esta vez por un alto miembro del ejército. Si esto trascendiese podría terminar en una revolución. O peor aún, en otra guerra civil. Y eso es algo que no nos podemos permitir.
— Entiendo, majestad. – respondió con tono conciliador el obispo tendiendo su mano para que Alfonso XIII la besara y la utilizase después de ayuda para descender del coche.
Una vez con los pies en tierra el rey se abrochó los botones de su chaqueta con la intención de ocultar la sangre de su camisa y se acercó al conductor:
— Que alguien limpie este desaguisado, pero con la máxima discreción, ¿está claro? – ordenó antes de volverse al Obispo Balenciaga: – Y ahora, excelencia, pongámonos en marcha. Toda esta gente está esperando ansiosa a que oficies la misa que inaugurará este ayuntamiento.
Capítulo 1
Valladolid, jueves 29 de marzo de 2018.
Damián concluyó su ronda por los pasillos del edificio de usos múltiples, un mastodóntico edificio administrativo situado en la plaza del Milenio, frente a la vistosa cúpula en cuyo interior se estaba celebrando un espectáculo de magia. De vuelta a su pequeña garita acristalada, situada en el vestíbulo principal, arrojó una mirada al reloj digital que tenía sobre su mesa. Las resplandecientes luces led color rojo le indicaron que faltaban pocos minutos para las diez de la noche. Hora de irse a casa.
Habían transcurrido dos horas desde el cierre del edificio al público, provocando que cesara la frenética actividad en sus pasillos, pero eso no evitaba que en el interior pudiera permanecer algún afanoso funcionario en su puesto de trabajo, tratando de solventar la ingente acumulación de informes pendientes.
—Lo que sucede ahí dentro es algo de otra galaxia. – le había dicho Damián a su esposa en una ocasión. – Funcionarios que, una vez finalizada su jornada laboral continúan trabajando. ¡Inaudito! Claro, que son los menos. La mayoría son normales, ya sabes, entran media hora tarde, se toman descansos de una hora y se las apañan para salir cuarto de hora antes todos los días.
Con la ayuda del viejo monitor CRT en blanco y negro conectado a las cámaras del edificio se aseguró de que no quedara nadie en el interior, sorprendiéndose cuando la pantalla le mostró luz en uno de los despachos de la tercera planta. Descolgó el teléfono colocándose el auricular en el oído izquierdo y haciendo gala de gran pericia en el manejo del dispositivo, marcó la extensión correspondiente al despacho iluminado.
— Anselmo, ¿todavía trabajando? – preguntó cuando escuchó el característico chasquido en la línea que indicaba que su interlocutor había descolgado. Esperó durante unos eternos segundos antes de insistir. – ¿Anselmo? ¿Estás ahí?
El silencio empezaba a incomodar al guarda de seguridad.
— Perdón, me has pillado con la boca llena. Me ha entrado algo de hambre y he empezado a comerme el plátano que me traje para merendar y que por unos motivos u otros seguía en mi abrigo.
— Vámonos a casa, Anselmo, que ya es hora, coño. – pidió en un tono condescendiente, que dejaba entrever una súplica velada.
— Dame cinco minutos, por favor. Termino este informe que necesito para mañana a primera hora y te prometo que bajo.
— Ni un segundo más, que ni a ti ni a mí nos van a pagar las horas extras.
— Por cierto, ¿Qué es todo ese jaleo que hay ahí abajo? – se interesó Anselmo, forzando el cambio de tema. Era su manera de manipular a los demás para conseguir de ellos lo que necesitaba, gestionando los tiempos de las conversaciones y desviando la atención en el momento oportuno.
— Magia, amigo.
— Pues sí que estamos bien. Pensé que lo sabrías… – respondió Anselmo decepcionado.
— Y lo sé. Te estoy diciendo que es magia. El mago ese que está tan de moda, Santi Ferreras, actúa esta noche en la cúpula del Milenio.
— ¿Y es necesaria la presencia de un furgón de la Policía Nacional? – asomado a la ventana de su despacho, Anselmo podía ver el enorme vehículo azul apostado cerca de la entrada del aparcamiento. – ¿Qué pasa, que los Nacionales tienen miedo a que cuando haga el número de serrar por la mitad una caja con alguien dentro, lo haga de forma literal?
— Muy gracioso. Termina lo que estés haciendo y baja, anda, que tengo ganas de llegar a casa. Mi mujer me está esperando para cenar y no he visto a los niños en todo el día. Y supongo que tu señora también tendrá ganas de verte.
— No lo creas. Siempre anda diciendo que quiere perderme de vista. – Bromeó. A través del auricular Anselmo pudo escuchar un fuerte ruido. – ¿Qué ha sido eso?
— No lo sé. Parecen cristales rotos y creo que viene de uno de los despachos que están aquí, en la planta baja. Ahora vuelvo, voy a echar un ojo.
— Ten cuidado, no lo pierdas. – continuó jocoso Anselmo antes de cortar la comunicación.
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Dedicó una mirada cargada de aprensión a la pila de informes que faltaban por rellenar, algunos de los cuales debían ser entregados a primera hora del día siguiente. “Esto no tendría que ser así” protestó recordando el momento en el que se preparó la plaza de inspector de educación, años atrás. Entonces jamás había pensado que el cargo podría llevar asociadas tantas horas de papeleo. Por un breve instante creyó escuchar la voz de su abuela hablándole desde el interior de su cabeza:
— Hazte funcionario, hijo, que vivirás como un rey.
Su abuela siempre había intentado que su madre se preparase una oposición, pero como a ella no le gustaba estudiar, la mujer había probado suerte con su nieto. ¡Si ella pudiera verlo entonces, encerrado en aquel edificio a tan altas horas! Desde que falleciera hacia una década, ¡la echaba tanto de menos! El teléfono volvió a sonar, sacándolo de su abstracción.
— Dame un respiro, hombre, que ya termino, te lo prometo. – respondió con fingido enfado al guardia de seguridad.
Pero no era él quien llamaba. En lugar de escuchar a Damián a través de la línea le llegó el sonido de una voz ronca que entre susurros le dijo:
— Estoy dentro del edificio. Subo por ti.
— ¿Es una broma, Damián? Porque si es así no tiene ninguna gracia… – protestó tratando de disimular la ansiedad de su voz. Aguardó con la esperanza de escuchar las carcajadas del guarda, pero la comunicación se cortó dejándolo sin respuesta.
Con cierta inquietud, lanzó una mirada a las pesadas puertas cortafuegos de color verde claro que en aquel momento se encontraban cerradas, bloqueando el acceso a la planta. Desde la pequeña ventana circular de cristal templado de una de las puertas podía ver el rellano en donde se encontraban las escaleras y los ascensores, sumido en penumbras. Mientras las puertas permanecieran cerradas estaría seguro, se recordó para al instante auto reprenderse: “¡Todo eso son tonterías! No se trata más que de una broma de Damián intentando asustarme”, se dijo con la intención de tranquilizarse. Pero en el fondo sabía que la voz del teléfono no era la del guarda de seguridad.
Desechando sus temores, se forzó a centrarse en su trabajo, sumergiendo la vista en el siguiente informe que debía rellenar. Le había prometido a Damián que bajaría en cinco minutos y no quería faltar a su palabra. “No es por él, es por mí” pensó. “Esto empieza a ser algo personal: quiero largarme de aquí cagando hostias”. La llamada le había sugestionado hasta el extremo de que, pese a sus esfuerzos por tranquilizarse, la mano le temblaba mientras sujetaba el bolígrafo para estampar su firma sobre uno de los papeles.
— ¡Basta ya! – gritó en voz alta, tratando de espantar los fantasmas que merodeaban en su cabeza, sin que le importase el hecho de estar solo.
Decidido a poner fin a aquella surrealista situación, volvió a levantar el auricular del teléfono y marcó la extensión de la garita de seguridad. La línea dio varios tonos hasta que, convencido de que no obtendría respuesta, colgó el aparato.
Escuchó un ruido en el rellano que acaparó su atención. El silencio reinante se rompió y las puertas del ascensor se abrieron creando un pequeño estruendo metálico, iluminando con el potente fluorescente del elevador el recibidor en penumbras. Lentamente, Anselmo se aproximó hasta la puerta que bloqueaba el acceso a las oficinas y desde la pequeña ventana protegida en su interior por una malla metálica, permaneció expectante, confiado en que pronto vería aparecer al guarda de seguridad para instarlo a que ambos marcharan a sus casas. Comprendió que en realidad anhelaba que eso sucediera: que Damián apareciera para poder irse escoltado por él de allí. Pero los minutos transcurrieron y del ascensor no salió nadie.
El timbre del teléfono de su mesa sonando con el ímpetu habitual, lo sobresaltó de nuevo. Como si la estridente melodía hubiese roto un encantamiento, Anselmo salió de su inmovilismo y corrió hacía el aparato.
—¿Me has llamado? – escuchó decir al otro lado de la línea a Damián.
—¿Qué está sucediendo? – se apresuró a preguntar Anselmo.
— ¿Lo preguntas por el ruido de antes? Alguien ha roto una ventana en uno de los despachos de la planta baja.
— ¿Delante de un furgón de la Policía Nacional?
— Ha sido en un lateral del edificio, lejos del alcance de la policía, pero aún y así, el muy cabrón podría haberse cortado un poco… En fin, seguramente será algún borracho, no es la primera vez que sucede algo así. ¿Te falta mucho para terminar? He pasado aviso a central y no quisiera que te encontraran aquí cuando vengan. – en realidad, Damián había realizado todos los trámites necesarios: avisado a sus compañeros de central y al seguro, quienes habían prometido enviar un cristalero a primera hora del día siguiente. Hasta entonces había asegurado la ventana, bloqueándola con una pesada estantería de madera.
De pronto, la luz de toda la planta se fue, dejando a Anselmo sumido en una oscuridad tan solo rota por la difusa luz de las farolas que se filtraba a través de las ventanas del edificio y el cartel fosforescente que marcaba la salida como vía de escape de emergencia.
— Escúchame, Damián, no se quien ha roto ese cristal, pero ha entrado en el edificio, ha tomado uno de los teléfonos y me ha llamado para decirme que está dentro y que viene por mí. El ascensor acaba de detenerse justo en mi planta, pero nadie ha bajado de él. Y lo que es peor, la luz se acaba de ir, dejándome a oscuras. No sé qué está pasando, pero tengo miedo, ¿podrías subir a por mí? – Anselmo esperó en silencio una respuesta que no terminó de llegar. – ¿Damián? ¿Sigues ahí?
Una simple comprobación le bastó para descubrir que el teléfono se había quedado sin línea. Recordó entonces que el teléfono utilizaba tecnología VOIP, la cual precisaba de una conexión activa de internet y esta a su vez requería de electricidad para que los enrutadores pudieran funcionar.
¿Qué estaba sucediendo? Dejó el teléfono sobre la mesa con rabia instantes antes de que el teléfono volviera a sonar. Se llevó el aparato a la oreja:
— ¿Damián? ¿Me escuchas? ¿Puedes venir a buscarme? – pidió Anselmo.
Pero el teléfono no cesaba de sonar. Comprendió que se trataba de su teléfono móvil. Con manos temblorosas lo extrajo de su bolsillo y comprobó la pantalla: “Número oculto”. Sabía que el guarda de seguridad no disponía de su número personal. Descolgó el teléfono y sin mediar palabra se lo llevó al odio, permaneciendo a la espera.
— Estoy muy cerca tuyo. Puedo verte, puedo oírte y casi puedo oler tu miedo. – susurró la misma voz que antes lo llamara.
— ¿Quién cojones eres? – protestó sintiendo sus pulsaciones dispararse. Pero del otro lado tan solo llegó un siniestro silbido. Fue entonces cuando, valiéndose de la difusa luz exterior, descubrió que las puertas cortafuegos que bloqueaban la entrada a los despachos se encontraban abiertas de par en par. “Está aquí dentro. Tal vez esté llamando desde uno de estos despachos” comprendió horrorizado.
— ¿Hola? Se que me estás escuchando, no sé lo que quieres, pero si has venido a robar puedes llevarte lo que quieras, no voy a ofrecer resistencia. – gritó Anselmo tratando de hacer resonar su voz en toda la planta. Aguardó en silencio esperando una respuesta, pero esta no llegó. – No voy a hacerte daño, y espero que tú tampoco me lo hagas a mí.
Silencio.
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En la planta baja del edificio, Damián se cansó de seguir esperando a Anselmo. La llamada se había cortado repentinamente al tiempo que todas las cámaras de la tercera planta habían dejado de emitir. “¿Qué coño está pasando aquí?” se preguntó empezando a temerse lo peor. Por su mente empezaron a desfilar las historias de bandas organizadas que entraban en edificios públicos para hacerse con todo el material informático, sin duda un buen botín que luego poder revender, ante la impotencia de los guardias de seguridad.
Pero ese caso era distinto: La presencia de Anselmo venía a complicarlo todo. “Esto me pasa por permitir a los empleados quedarse después del cierre. Es que, hay que joderse, me tiene que tocar a mí el antifuncionario”, protestó mientras llamaba al ascensor. Estaba dispuesto a ir a buscarlo, ¿Qué otra cosa podía hacer? En el mejor de los casos, no importaba lo mucho que protestara, Anselmo se iba a casa de inmediato. En el peor… prefería no tener que pensar en eso.
La noche acababa de complicarse para el guarda tras el incidente de la ventana rota en el despacho de la planta baja por lo que empezaba a ver algo más lejos el poder retornar a casa. Eso complicaba la presencia de Anselmo en el edificio: no quería que sus compañeros de central lo encontraran allí cuando llegaran pues no estaba permitido que nadie permaneciese en el edificio trabajando fuera de su turno. Y demasiado tarde, empezaba a arrepentirse de años siendo excesivamente permisivo. Solo esperaba que Anselmo se encontrara bien para poder mandarlo a casa y continuar con una noche que se presentaba larga y repleta de papeleos. Los últimos acontecimientos empezando por la ventana rota y terminando por el misterioso apagón en la tercera planta le hacían temer que algo gordo estaba sucediendo allí arriba.
Cuando el ascensor llegó accedió al interior de la cabina y pulsó el número tres, correspondiente a la planta de Educación.
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“¡Ya he tenido suficiente!” protestó Anselmo dirigiéndose de forma ruidosa hacia la salida, tropezándose por el camino con cuantas mesas y sillas salían a su encuentro. Cuando estuvo lo suficientemente cerca para distinguir las puertas verdes de metal, sobre las cuales podía distinguirse un cartel fluorescente que permitía leer en la oscuridad la palabra SALIDA, descubrió una sombra que se recortaba bajo el umbral de la puerta.
— ¿Quién eres? ¿Qué es lo que quieres? ¡Ya te lo he dicho! ¡Coge lo que hayas venido a buscar y vete! – suplicó incapaz de disimular el terror en su voz. La oscura figura comenzó a avanzar lentamente hacia él. Un rayo de luna iluminó la estancia momentáneamente, permitiendo a Anselmo descubrir que quien estaba ante él vestía una túnica negra y cubría su cabeza con una afilada máscara y un sombrero que, a él le recordó a los sombreros cordobeses que se dejaban ver en las ferias andaluzas. En su mano portaba un afilado cuchillo que destelleó ante la luz de la luna. – No creo que vayas a necesitar eso. Ya me has oído, puedes coger lo que quieras e irte, al menos que hayas venido expresamente a matarme a mí. ¿Es eso? ¿Vas a matarme?
El amenazador sujeto no dijo nada, pero a Anselmo tuvo la impresión de que había asentido con la cabeza. Retrocedió lentamente, hasta alcanzar el alargado pasillo que conducía de regreso a su despacho, en donde esperaba encontrar una seguridad que se antojaba imposible. Cuando tuvo la puerta delante, se internó en él, apoyándose sobre su mesa de trabajo, abarrotada de informes por revisar. De espaldas a ella, sus dedos la recorrieron buscando en la oscuridad con desesperación algo con lo que poder defenderse, pero nada de lo que encontró parecía servir contra el afilado cuchillo del extraño que avanzaba inexorablemente hacía él.
— ¿Qué es lo que quieres de mí? – volvió a preguntar al verse acorralado en su despacho, a menos de un metro de distancia de aquel aterrador personaje.
Con inusitada calma, el hombre que tenía ante él se quitó la máscara, dejando su rostro al descubierto.
— Quiero que veas mi cara para que sepas quien te va a matar y por qué. – explicó pausadamente, con una calma que sirvió para terminar de desquiciar a Anselmo.
El funcionario no precisó más. Conocía demasiado bien a aquel rostro que tantas veces había acudido a su despacho con peticiones que él consideraba desproporcionadas. Por eso, siempre se había encontrado con una negativa por su parte.
— ¿Tú? – preguntó consternado.
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El ascensor era lento, quizá demasiado. Los empleados del edificio que tenían que sufrir diariamente sus carencias habían manifestado su descontento en varias ocasiones. Mientras el elevador iniciaba el recorrido entre plantas, Damián sacó su teléfono y marcó el número de la central. “Vaya nochecita de llamadas”, se lamentó con tristeza.
— Soy Damián Calleja, he telefoneado hace un rato informando de que alguien había roto una ventana en el edificio de usos múltiples.
— Ya hemos mandado a alguien al lugar. – respondió sin ganas Laura, la secretaria que estaba de turno aquella noche. Damián la conocía demasiado bien y sabía de su soberbia y prepotencia, motivada en parte por la seguridad que la otorgaba el sentirse intocable en la empresa tras el affaire amoroso mantenido con uno de los responsables.
— Ya sé que alguien viene. Es solo que, ¿podrías llamarles y pedirles que se dieran prisa? Quien ha roto el cristal está dentro del edificio y ha cortado la luz de una de las plantas.
— Damián, si te he dicho que están de camino, es que están de camino. Y también he dado aviso a la policía. Ya conoces las normas: si crees que puede peligrar tu integridad quédate abajo y espera a que lleguen los refuerzos.
“Ojalá fuera tan sencillo”, pensó recordando a Anselmo antes de colgar la llamada. Miró la pantalla del ascensor: Segunda planta. “Solo espero no llegar demasiado tarde”.
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— Así que tú eres el asesino enmascarado que ha secuestrado al alcalde y trae loco a la policía. ¿Cómo has sabido que me encontrarías aquí?
— No lo sabía. Probé en tu casa y al ver que no estabas, tuve que improvisar.
— ¡Mi mujer! – recordó de repente Anselmo, temiéndose lo peor.
— No te preocupes por ella, no la hice nada. Ni siquiera se percató de mi presencia. No es a ella a quien quiero, no está en mi lista.
— Y ¿por qué yo? ¿Por qué me haces esto? –quiso saber Anselmo. – ¿Y porque iba a estar yo en ninguna lista?
— Porque él está muerto y tú tienes parte de la culpa.
— ¿De verdad crees que matarme aliviará tu dolor?
— Creo que matarte sería un acto de extrema justicia.
— Si te sirve de algo, me arrepiento de no haberos ayudado cuando tuve ocasión. ¿Cómo iba a pensar que él…?
— ¡Silencio! ¡No te atrevas a decirlo! – ordenó malhumorado. No necesitaba escucharlo una vez más.
Convencido de que el tiempo de hablar ya había pasado, extendió el cuchillo hacia Anselmo, realizando un rápido movimiento que seccionó de un solo corte la garganta del funcionario. Anselmo no tuvo ocasión de ofrecer resistencia alguna. Sintiendo su vida tocar a su fin, se aferró con ambas manos al cuello, en un vano esfuerzo por contener la hemorragia. La sangre se escurría a través de sus dedos mientras emitía agónicos estertores al sentir que le faltaba el aire. No podía respirar y la cabeza empezaba a darle vueltas por la sangre perdida a borbotones. Por suerte para él, todo fue muy rápido.
Su verdugo se volvió a colocar la máscara, pues se sentía más seguro con ella, y hurgó en un bolsillo del pantalón que llevaba bajo la túnica hasta extraer del interior cuatro letras que depositó a su vez en el bolsillo de la camisa de Anselmo. Esta vez no había números, tan solo cuatro letras. “Espero que Navarro sea capaz de resolver el acertijo que he creado para él”, pensó divertido antes de abandonar el lugar satisfecho por haber logrado tachar un nuevo nombre en su lista.
El ascensor se detuvo en la tercera planta cuando él desapareció escaleras abajo.
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Las puertas del ascensor se abrieron y Damián se encontró las dos hojas metálicas que constituían la puerta cortafuegos abiertas y el lugar sumido en una oscuridad total. “¿Qué cojones ha sucedido aquí?” se preguntó.
— ¿Anselmo? – probó a llamar sacando su linterna led.
Dirigiendo el haz de luz en todas las direcciones, el guarda de seguridad intentó adivinar qué había ocurrido. De repente, sus pies resbalaron con una sustancia pegajosa que había derramada sobre el piso de terrazo, y pese a sus esfuerzos por mantener el equilibrio, terminó cayendo al suelo. Bajó la linterna y dirigió el foco a sus pies para descubrir que se encontraba tendido en medio de un gran charco de sangre, en el centro del cual se encontraba el cuerpo sin vida de Anselmo.
¡Hostia puta! – exclamó en voz alta al comprender que al final esa noche no podría irse a casa.
