Operación Rata Escarlata – Primeros capítulos

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Prólogo

Santander, martes 5 de abril de 2005.

El corazón le latía tan aceleradamente que pareciera querer salírsele del pecho al tiempo que su respiración se mostraba inusualmente agitada. “No todos los días se mata a una persona” se dijo forzándose, sin demasiado éxito, a relajarse. Se encontraba nerviosa, a pesar de que para ella este no suponía su primer crimen. En las últimas semanas estaba dejando un reguero de cadáveres por Valladolid que mantenía desconcertada a la policía. “A este ritmo voy a convertirme en toda una profesional”, pensó con orgullo recordando que, incluso, en la redacción de El Heraldo de Valladolid le habían puesto un sobrenombre: El asesino del espejo. “No estaría nada mal, si no fuera porque no se trata de él, sino de ella”, se dijo. “¿Cómo puede ser posible que el machismo logre llegar hasta aquí? ¿Acaso una mujer no puede ser una brillante homicida?”

Se dejó distraer recordando el origen de la palabra asesino. Según había leído en un artículo publicado en un número antiguo de la revista National Geographic, el vocablo, de origen árabe, provenía de la locución Hashsh Ashin que significaba adicto al hachís, pues este era el nombre de una secta, muy temida en toda la cristiandad durante las cruzadas, que, en nombre de Alá, protagonizaron crueles matanzas contra los cristianos bajo el influjo del cannabis. “Interesante, pero no es momento de para una clase de historia” se reprendió. Aquella era una costumbre de la que no lograba deshacerse: en los momentos de tensión su mente empezaba a divagar con temas de lo más inusitado.

Accionó el mando cromado del grifo del fregadero facilitando que, al instante, el alargado caño comenzara a escupir un flujo constante de agua cristalina. Introdujo bajo ella la ensangrentada hoja del cúter, la misma utilizada para cometer el crimen, tiñendo instantáneamente de rojo el caudal. Satisfecha, retiró la afilada cuchilla ya limpia y la depositó sobre la encimera. Había terminado.

Regresó al salón y se quedó observando con una mezcla de repugnancia y complacencia el cadáver que yacía tendido sobre la alfombra. Pertenecía a Sergio, un septuagenario calvo y arrugado que, en el momento de su muerte, llevaba puesto un pantalón azul marino a juego con la americana y una camisa amarilla. La sangre de su cuello, que había manado a raudales después de que ella le seccionara la yugular, había impregnado las prendas y se acumulaba formando un charco viscoso en torno al cuerpo. La corta distancia a la que ella le había asestado el letal tajo había provocado que su blusa se viese salpicada, luciendo manchas de un rojo delatador. Esto la había obligado a rebuscar en el armario de Sergio en un intento de encontrar algo de ropa para cambiarse. Encontró una camisa que, aunque no era de su talla y le quedaba un poco grande, siempre era mejor ponérsela que verse obligada a salir a la calle luciendo aquellos cercos color bermellón.

La melodía de su teléfono móvil sonó rompiendo la tensión del momento. Descolgó.

– ¿Sí? – preguntó con desinterés.
– Va a ser hoy. – repuso una voz rota por las lágrimas al otro lado de la línea. – El médico ha dicho que nos vayamos despidiendo de ella. Es cuestión de horas.
– De acuerdo. – contestó con tosquedad. – Voy para allá.

Victoria se moría. Era la crónica de una muerte anunciada pues hacía días que desde el Hospital Marqués de Valdecilla de Santander les habían dicho que debían prepararse para lo inevitable. Pero ella no estaba en Santander sino en Valladolid. Y debía darse prisa en viajar hasta Cantabria si quería llegar a tiempo para poder despedirse de ella.

Se acercó al hombre al que había asesinado minutos antes. No hacía ni media hora que se había personado en la casa de Sergio. Llevaban unas semanas viéndose, quedando para tomar café en el Lion d’Or, una mítica cafetería de estilo francés ubicada en la icónica Plaza Mayor de Valladolid. Lo que Sergio ignoraba es que los acontecimientos del día en el que se conocieron no habían sido fortuitos. Ni el oportuno tropezón de ella, ni su calculada caída sobré los brazos de él se debían al azar. Como si del guion de una película se tratase, todo formaba parte de un elaborado plan para que ella pudiera acercarse a Sergio. Después, tan solo precisó ganarse su confianza y esperar a que él la invitara a su casa para así acabar con su vida.

No le había proporcionado una muerte lenta. Al contrario, y al igual que en otras ocasiones, se había permitido el capricho de disfrutar con su asesinato, atándole con la ayuda de bridas a una de las sillas del salón para torturarle, haciéndole confesar todo aquello de lo que ella le acusaba mientras paladeaba cada segundo de sufrimiento del hombre que tenía enfrente.

En cuanto se empezó a aburrir de aquella dantesca situación, aferró el cúter que había traído consigo y, con un rápido movimiento, cercenó su yugular. El rostro de Sergio Peralta esgrimió una angustiosa mueca que evidenciaba el intenso sufrimiento que le había producido el corte. Pasado el dolor inicial, mudó su expresión para reflejar el pánico que lo invadía mientras sentía como el aire empezaba a faltarle en los pulmones conforme sus vías respiratorias se veían abnegadas por la sangre. Su sangre. Con horror comprendió que se estaba ahogando. Tras unos angustiosos segundos, se desplomó sobre el suelo, sin vida. “Solo me han faltado las palomitas” pensó ella con regocijo mientras contemplaba su cuerpo inerte.

Observó el cadáver de Sergio con más detenimiento: tenía los ojos abiertos en una perpetua expresión de terror que evidenciaba la angustia de sus últimos instantes de vida. Con la yema de los dedos se los cerró, en un acto de caridad improvisada. No sentía lástima por él: merecía morir por todo el daño que le había ocasionado en el pasado. Sergio había consagrado su vida a la justicia, ejerciendo como juez instructor durante más de cuarenta años hasta su jubilación, a mediados de los noventa. “Pero te ha llegado la hora de rendir cuentas” pensó con satisfacción.

Antes de abandonar el céntrico piso de Sergio pasó por delante del enorme espejo del pasillo, cuyo cristal estaba fragmentado en mil pedazos. Se había encargado personalmente de que así sucediese, golpeándolo con un jarrón blanco que reposaba sobre una modesta mesa de mármol y que contenía un pequeño ramillete de flores de plástico. Tras el impacto, el suelo se había sembrado de pequeños y afilados fragmentos de porcelana.

– La asesina del espejo. – pronunció en voz alta, sintiendo cómo cada vez le gustaba más la sonoridad de aquel nombre.

Tras un breve viaje en ascensor, salió a la calle agradeciendo poder respirar su aire no viciado. No podía perder más tiempo, tenía que viajar hasta Santander.

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Las puertas metálicas del ascensor del Hospital del Marqués de Valdecilla se abrieron en la cuarta planta, facilitando que Susana saliera al amplio hall amueblado con varios sillones. Estos se encontraban ocupados por sus padres que, al ver aparecer a su hija, se incorporaron y se acercaron a ella quien, pese a sus treinta años, lucía un aspecto juvenil. Ayudaban a ello la camiseta de Mickey Mouse negra, los vaqueros azules y las zapatillas Adidas que llevaba puestas en esos momentos.

– Se muere. – alcanzó a decir su madre entre lágrimas. Susana la abrazó.
– ¿Cómo es que no estáis con ella? – les reprendió. – ¿Está sola?
– ¿Me ves capaz de dejar morir a mi madre sola? – repuso ofendida su madre. – Están con ella tus primas, tus tías y también tu hermano.
– Parece que soy la última en llegar. – se lamentó Susana.
– Al contario. Por ahora solo estamos nosotros y los de Santander. De la familia de Valladolid no ha llegado nadie más todavía. Pero no tardarán en llegar.
– Sigo pensando que deberías estás en la habitación con ella. – insistió Susana.
– No me lo permiten. Hay demasiada gente y ya nos han llamado la atención.
– Pero ¡es tu madre! – exclamó Susana entre lágrimas. – Que se salga alguna de las primas… ¡Tú tienes derecho a estar con ella!
– Sí, pero no quiero. Prefiero quedarme con su recuerdo en vida. Me niego a verla morir, si puedo evitarlo.

Susana no entendió la actitud de su madre, pero la respetó. Se despidió de ella con un sonoro beso en la mejilla, se acercó a la puerta de apertura automática que daba acceso a la zona de ingresos y recorrió a grandes zancadas el pasillo hacía la habitación cuatrocientos dieciocho.

Susana vivía en Valladolid. Allí había nacido y allí era donde se había criado. Y, según sus convicciones, allí es donde moriría. Sus abuelos, en cambio, tras décadas viviendo en la capital del Pisuerga, habían decidido regresar a Santander a pasar sus últimos años de vida. De eso había transcurrido mucho tiempo, tanto que, en aquel entonces, Susana era solo una niña. Esto había condenado a la joven a aprender a querer a sus abuelos desde la distancia. Y aunque no podía verlos ni disfrutar del tiempo a su lado, durante años se había contentado con saber que se encontraban bien. Pero su situación no era excepcional. La migración de sus abuelos había fragmentado a la familia, dividiéndola en dos, ya que, mientras que una parte permaneció en la ciudad castellana otra optó por hacer las maletas y mudarse a Cantabria junto a ellos.

Esa misma mañana Susana había recibido una llamada de su madre:

– Si quieres despedirte de tu abuela, ven inmediatamente.

A esa llamada la siguieron algunas otras de sus tías y primas, todas visiblemente afectadas, informándola de la gravedad de la situación. Aunque era consciente de que su madre tenía cierta tendencia a la exageración, sobre todo cuando se trataba de aquel tipo de casos, el comprobar como toda su familia la avisaba del inminente final de Victoria le hizo entender que no se trataba de una falsa alarma. Esa vez no.

Pese a todo, Susana no podía creerse que su abuela fuese a fallecer. Había entrado con un problema respiratorio, un catarro mal curado, según le explicó su madre, pero los médicos habían alertado de un fallo multiorgánico. Los riñones no filtraban, el corazón no bombeaba, los pulmones estaban encharcados… Sin embargo, ella había seguido su evolución desde Valladolid. Había hecho videollamadas con ella, habían hablado por teléfono y recibía constantemente fotos de Victoria para poder seguir su estado. Y estaba bien. Al menos, aparentemente, porque la realidad había resultado ser otra.

Consciente de que el tiempo apremiaba, había avisado en el trabajo de que se necesitaba tomarse el día libre, había llenado el depósito del coche y había partido de inmediato para allá. Dos horas de viaje por autovía. Doscientos cincuenta kilómetros llenos de angustia y ansiedad en los que había predominado el temor a llegar demasiado tarde provocando que su pie ejerciese más presión de la debida sobre el acelerador.

Cuando finalmente entró en la habitación, se encontró a su abuela, de noventa años tendida en la cama, con una mascarilla de oxígeno puesta. Una sábana cubría su delicado cuerpo, a excepción de su mano izquierda, de donde salía el fino tubo conectado a una vía que le suministraba suero, indispensable para evitar que se deshidratase. Colgando de un lateral de la cama, Susana vio una bolsa de orina a medio llenar.

Haciendo un pequeño corrillo, su tía Luisa y sus primas Marta y Sandra, la observaban con la tristeza dibujada en su rostro. Su hermano, Darío, estaba sentado en el único sillón que había en la habitación. Al verla entrar, se acercó a ella y la abrazó, llorando. Él había acudido a Santander un par de días antes, al igual que sus padres.

Susana comprendió que había llegado el momento de la despedida. Llevaba todo el viaje preparándose para ese momento. Prometiéndose que sería fuerte y que no se derrumbaría. Se acercó a ella. Estaba dormida o, al menos, tenía los ojos cerrados.

– Abuelita – le susurró. – Abuelita, despierta. Soy Susana
– No te va a conocer. – le avisó su tía Luisa. – A mí me ha confundido con una enfermera.
– Abuelita – insistió Susana, haciendo caso omiso a la hermana de su madre.

La anciana abrió los ojos y, al instante, se le iluminó la cara. Con la mano derecha se bajó la mascarilla de oxígeno.

–¡Susi! – logró decir con voz queda. – ¡Has venido!
– Sí, abuelita. He venido a visitarte. A ver si te pones buena y podemos ir a dar un paseo por la playa del Sardinero.
– Deja de fingir. Las dos sabemos que no saldré de aquí.
– No, abuela, no digas eso. Y ponte la mascarilla, que la necesitas para ponerte bien.
–Eso ya no importa, hija. Al menos has venido a despedirte. – la anciana miró a sus hijas y nietas y exclamó: – ¿Quién es toda esa gente?

Susana miró a su her mano, que permanecía a su lado, y se dirigió a su abuela para responderle, pero la anciana no la dio la oportunidad.

– Tengo algo que decirte.
– ¿El qué, abuela?
– Acércate. No quiero que nadie nos oiga. – Susana obedeció. – Mi diario. Hazte con él. No quiero que caiga en malas manos. Por favor, ¿harás eso por mí?
– ¡Claro que sí, abuelita! – exclamó Susana con fingido entusiasmo, aunque en el fondo estaba convencida de que se trataba de uno de sus delirios
– Escúchame, no me queda tiempo. – insistió la anciana. – Necesito que vayas a casa, a mi habitación. Se que has visto mil veces el cuadro de la Virgen de Covadonga que hay encima de mi cama. Lo que no sabes es que detrás de él se esconde una caja fuerte. La contraseña son cuatro dígitos. Gira la ruleta primero a la derecha, luego a la izquierda y nuevamente a la derecha y a la izquierda. La clave es mi año de nacimiento. Dentro encontrarás mi diario. Quiero que lo cojas y lo custodies. Estoy segura de que sabrás que hacer con él.

La anciana comenzó a toser. Luisa se acercó corriendo donde ella y la intentó dar un poco de agua.

– ¡No le des agua, que es peor! – la recriminó Darío.

Como no se le pasaba, este abandonó la habitación con la intención de llamar a una enfermera. Desde el pasillo, Susana le escuchó pedir ayuda para su abuela.

– ¡Rápido! ¡Qué venga un médico a la habitación de Victoria! ¡Se está ahogando!

Una enfermera entró y le tomó las constantes vitales.

– ¡Tiene elpulso muy bajo! – exclamó. – Por favor, ¡salgan!

Obedientes, Susana y su familia abandonaron la habitación. Desde el pasillo asistieron con preocupación a la entrada de dos médicos y otra enfermera. La puerta se cerró tras ellos y el tiempo pareció detenerse para Susana. Mientras en el interior de la habitación cuatrocientos dieciocho su abuela parecía estar librando su última batalla, Susana comenzó a recordar todos los buenos momentos que había pasado con ella. Sabía que estaba condenada. Sabía que el final era inminente. Sabía que tenía que pedir que no sufriese. Pero en lugar de eso, no podía evitar desear que aguantase un poco más. “Tiene toda la eternidad para estar muerta. Cada minuto robado a la vida es un pequeño triunfo” pensó con amargura.

De pronto, la puerta volvió a abrirse y por ella apareció un médico de guardia con el rostro compungido.

– Lo lamento muchísimo. Victoria Gómez acaba de fallecer.

Susana observó a sus padres quienes habían escuchado el revuelo y se habían acercado desde el hall. Junto a ellos, se encontraba su peculiar tía Maite, que acababa de llegar de Valladolid compartiendo coche con su hermana Rosa. Pese a su avanzada edad, ambas eran conocidas como las solteronas de la familia y Susana estaba convencida de que, a causa del físico de una y de la extravagante personalidad de la otra, así sería hasta el fin de sus días.

Ambas mujeres compartían un destartalado piso de alquiler cerca de la vallisoletana Plaza de los Vadillos. Susana observó con descaro el rostro desfigurado de su tía Maite. “Cada día es más fea” se dijo, sintiéndose culpable al instante por permitirse semejantes pensamientos en un momento como aquel. “Además, ¡qué más quisiera ella que no haber sufrido aquel terrible accidente!”, concluyó recordando que, según le había contado su madre, antes de que ella naciera su tía era una mujer muy hermosa que había estado casada con un hombre divertido, atractivo y con dinero. En palabras de su madre, el hombre más deseado del barrio. Qué sucedió en aquel matrimonio era algo que Susana desconocía, pues nadie en su familia parecía querer hablar de ello. Pero algo muy serio debió de ocurrir, algo que en su familia denominaban “el accidente”, algo que terminó con su tía desfigurada y que hizo desaparecer para siempre a su marido.

Para Susana, lo sucedido estaba claro: Maite había sufrido un accidente cocinando, ya que sus cicatrices eran compatibles con una quemadura, y su esposo había salido corriendo, desapareciendo para no volver. Ante semejante desagravio, era lógico que la familia hubiese borrado su nombre y actuase como si él jamás hubiese existido. Tenía sentido, aunque solo era una teoría.

Lo que sí sabía con certeza era que, a causa de ese “accidente”, Maite había terminado yéndose a vivir con su hermana Rosa, quien, en cambio, había decidido vivir libre de las ataduras de una familia. Sin marido, sin hijos, disfrutando la vida a su manera sin tener que dar explicaciones a nadie. Susana estaba convencida de que, a su tía le gustaban las mujeres, pero no se atrevía a confesarlo. “No ha salido del armario de forma oficial”, solía pensar.

Ignorando a las recién llegadas, Susana se abrazó a su madre llorando. Su abuela acababa de morir como ya hiciera su abuelo diez años atrás.

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Media hora más tarde, y aprovechando que su familia había acudido a la funeraria para preparar todo el ceremonial que acontecería a partir de ese momento, Susana se armó de valor y se acercó a la casa de su abuela. En el interior, todo estaba como siempre. Casi daba la impresión de que la anciana iba a aparecer en cualquier momento para recibirla con los brazos abiertos, como de costumbre.

 – ¡Pero bueno! ¡Susi! ¡Benditos los ojos que te ven! ¡Cuánto tiempo!

Pero ya nunca más tendría ocasión de sorprenderla presentándose en su casa sin avisar.

Tal y como le prometió, se acercó a su habitación, recorriendo aquel pasillo en el que tantas veces jugase de niña. Quería comprobar si lo que Victoria le había dicho era cierto. Si, realmente, ocultaba un diario en una caja fuerte detrás de un cuadro sobre la cabecera de su cama. ¡Sonaba tan descabellado!

Encontró su habitación desordenada. La cama desecha, el camisón de raso blanco sobre la almohada, evidenciando que los sanitarios se la habían llevado en la ambulancia apresuradamente. Tomó la prenda y se la acercó a la nariz. Aún olía a ella. La realidad la golpeó con fuerza obligándola a tomar conciencia de lo que acababa de suceder. Su abuela ya no existía. No era más que un frío cadáver en la morgue del Hospital del Marqués de Valdecilla comenzando a descomponerse. No pudo aguantar más y se derrumbó sobre la cama comenzando a verter unas lágrimas saladas, sinceras y dolidas, sobre la almohada, empapándola.

Lloro por su abuela, pero también por su abuelo fallecido años atrás. Lloró por todo el tiempo perdido, aquellos años en los que tan solo había visto a su abuela una o dos veces. “¡Maldita distancia!” blasfemó para sus adentros. Lloró porque ya nunca más los volvería a ver. Lloró por la insoportable idea de la inexistencia. Y por todos los años que la quedaban por vivir sin sus queridos abuelos. Lloró hasta quedarse dormida.

Estaba atardeciendo cuando despertó. Tenía los ojos enrojecidos a causa de las lágrimas derramadas y el bordado de la funda de la almohada le había hecho una curiosa marca en la cara. Miró su teléfono móvil y descubrió que tenía varias llamadas perdidas de su madre. Sin duda, su abuela estaría ya en el tanatorio y al no dar señales de vida, se había preocupado.

Se incorporó, decidida a terminar lo que había ido a hacer. Localizó el cuadro, un marco plateado con una fotografía descolorida por el sol de la Santina, la asturiana Virgen de Covadonga. Cuidadosamente lo retiró con las dos manos sorprendiéndose al descubrir una caja fuerte detrás, tal y como su abuela había prometido. “¡Es verdad!” comprobó excitada. Miró el dial y recordó las palabras de Victoria:

– Gira la ruleta primero a la derecha, luego a la izquierda y nuevamente a la derecha y a la izquierda. La clave es mi año de nacimiento.

¿En qué año había nacido su abuela? ¡Ojalá lo supiera! Entonces se acordó: tenía noventa años, cumplidos hacía solo un par de meses. Sustrajo noventa al año en el que estaba, dos mil cinco y obtuvo mil novecientos quince. Probó a introducirlo en el dial: uno a la derecha, nueve a la izquierda, uno a la derecha y finalmente, cinco a la izquierda.

Susana escuchó un ligero chasquido y la puerta metálica de la caja fuerte se abrió. En su interior encontró dos antiguas pistolas y un viejo cuaderno. La muchacha se sintió tremendamente confundida. ¿Para qué podría tener su abuela armas de fuego? ¿O tal fueran de su abuelo?  Comprendió que tal vez encontrase la respuesta en el diario. Cogió el cuaderno y lo inspeccionó. Era muy antiguo y tenía un aspecto desgastado. Sin embargo, le sorprendió lo cuidado que estaba. Lo abrió y comenzó a hojear las distintas páginas que el tiempo había amarilleado. Estaban escritas a mano, con tinta azul y empleando una caligrafía cuidada, femenina y muy fácilmente legible. Victoria siempre le había contado que ella no había tenido oportunidad de ir a la escuela y tuvo que aprender a leer y escribir por su cuenta. Cuando conocí a tu abuelo, leía mal y escribía peor. – le había confesado en una ocasión Victoria. – Pero gracias a él, pronto mejoré en ambas cosas.

– ¿En serio? – había preguntado Susana que no concebía como una persona podía perfeccionar la lectura y la escritura en su casa.
– ¡Desde luego! No olvides que Gregorio fue maestro.
– Y tú fuiste mi más aventajada alumna. – contestó su abuelo desde el sillón con ternura.

“No se puede negar que el abuelo hizo un gran trabajo contigo” pensó Susana al contemplar su letra.

Se tumbó en la cama del revés, apoyando los pies en la almohada, y comenzó a leer el diario desde el principio, olvidándose momentáneamente de que su abuela acababa de fallecer y de que su cuerpo sin vida yacía dentro de un ataúd en el tanatorio de la ciudad.

Capítulo 1

Gernika, lunes 26 de abril de 1937.

Para los cinco mil habitantes de la pequeña población vizcaína de Gernika, la guerra apenas se había dejado sentir. Con cada amanecer, comenzaba para ellos un nuevo día revestido de una cotidianidad artificial, que les permitía sentirse lejos de las bombas, del horror y de la destrucción que los sublevados habían traído a España. Pero eso estaba a punto de cambiar.

Como cada lunes, Gregorio Gorrochategui se encontraba en la Escuela Municipal, enseñando a sus pequeños pero ávidos alumnos que, con tan solo diez años, abrían exageradamente los ojos ante cualquier dato de interés que su maestro les enseñara. Bastaba para ello que la información proporcionada se saliese del guion establecido para despertar su atención. Después del obligado parón para comer, las clases se habían reanudado, como de costumbre.

El maestro era un hombre de complexión atlética, aunque no demasiado musculosa, alto y con el pelo negro y fuerte peinado hacía atrás con la ayuda de gel fijador. Tenía un fino bigote, conforme a la moda, que acentuaba su rostro fino y estilizado.

Aquel día tocaba hablar de Napoleón Bonaparte, y para ayudarles a entender como había sido la personalidad de aquel extravagante general francés, Gregorio se había fabricado un gorro con las hojas de un periódico y se dedicaba a pasear cómicamente, con el brazo pegado al pecho, mientras hablaba con fingido acento francés.

Los alumnos reían, divertidos, ante la actuación teatral de su maestro. Entre ellos, se encontraba Joaquín, el mayor de los cuatro hijos de Gregorio. Este sabía que Luisa, un año menor, se encontraba en el aula de enfrente, en la clase de su compañera Adela. Y que Jacinto y Maite, demasiado pequeños aún para asistir a la escuela, se encontraban con Isabel, su mujer.

Gregorio cogió una escoba y se la colocó entre las piernas y, fingiendo que era un caballo, comenzó a cabalgar por el espacio dejado entre los pupitres.

– Oui! Je suis Napoleón! – exclamó justo en el momento en el que las sirenas comenzaban a sonar.

Su cara mudó al instante. Sabía perfectamente lo que eso significaba: se acercaban aviones fascistas. Alzó la vista hacia el reloj de la pared que marcaba las cuatro y diez de la tarde. “Mala hora”, pensó con aprensión, pues el pueblo se encontraba bullendo en actividad. Trató de tranquilizarse. Seguramente no sea nada, se dijo. Quizás solo estén de paso, pues, ¿qué interés podrían tener en bombardear una pequeña población como aquella? Tal vez, incluso, no se tratase más que de un simulacro.

Salió al pasillo y se encontró a Adela. Su rostro mostraba la misma preocupación que el suyo, pero ella se había adelantado y había mandado salir a sus pequeños alumnos al corredor con la intención de llevarlos a un lugar seguro. Entre el medio centenar de diminutos ojos que le observaban asustados pudo distinguir la siempre tierna mirada de su hija Luisa.

– Hay que llevarlos al sótano. – sugirió Adela consciente de que era lo más parecido a un refugio antiaéreo de lo que disponían
– Id yendo allí. Nosotros vamos ahora mismo.

Comprendiendo que no tenía tiempo que perder, regresó al aula y se dirigió a los veinticinco niños que esperaban con preocupación a que su admirado maestro les dijera qué hacer.

– ¿Os acordáis del simulacro de incendios que hicimos en Navidad? – preguntó con una voz que no solo trataba de inspirar tranquilidad, sino que pretendía simular que aquello se trataba de algo lúdico y divertido. Al instante, el ambiente se inundó con multitud de voces infantiles gritando “sí” al unísono. – Pues es momento de demostrar los que habéis aprendido.
– ¿Se quema el colegio? – preguntó Laura, una de las niñas.
– Tenemos que escondernos porque vienen los aviones de los malos y van a tirarnos bombas. – le contestó Jaime, uno de sus compañeros.
– ¿Y tú como sabes eso? – se sorprendió Gregorio.
– Mi papá me lo ha contado. Me dijo que si escuchaba sirenas tenía que esconderme corriendo. Es eso, ¿verdad?

Desbordado por la situación, Gregorio no supo que contestar.

– Vamos, tenemos que ir con el resto al sótano. – se limitó a explicar.

Salieron al pasillo formando una ordenada fila. Priorizando su instinto paternal, llevaba a Joaquín agarrado de la mano.

– ¡Ay! ¡Papá, me haces daño! – protestó su hijo.

Esta vez encontró el corredor plagado de alumnos del resto de clases que, acompañados por sus profesores, desfilaban asustados hacia la parte inferior del edificio.

Pocos minutos después, la mayoría de los niños en edad escolar de Gernika se encontraba en los sótanos de la Escuela Municipal. A las cuatro y veinte de la tarde comenzaron las explosiones. La primera sonó lejana, pero pronto se sucedieron otras cinco, cada una más próxima a ellos que la anterior. Con cada detonación se apagaban momentáneamente las bombillas que pendían del techo de casquillos desnudos. Las paredes retumbaban y pronto el aire viciado de monóxido de carbono, sudor y humedad se llenó de partículas de polvo en suspensión que se iban desprendiendo del techo. “Espero que aguante” deseó el maestro intercambiando una mirada con Adela que le permitió deducir que ella estaba pensando lo mismo.

Los bombardeos cesaron a las cinco, pero poco después volvieron a reanudarse, prolongándose de forma intermitente hasta las siete de la tarde. Media hora después, la sirena, cuyo incesante sonido los había acompañado durante todo el ataque, cesó.

– Quédate aquí con los niños. – le pidió a Adela. – Gustavo y yo vamos a salir para comprobar que todo esté bien.

Gustavo era otro de los maestros del colegio. Se trataba de un hombre con apariencia de anciano pero que, sorprendentemente, aún no había cumplido la media centuria. Juntos ascendieron las escaleras para comprobar, con desolación, como el edificio de la escuela había quedado reducido a escombros. Tan solo una de las paredes había resistido en pie. Gregorio ascendió a un pequeño montículo formado con los escombros de la que había sido la escuela. Desde allí obtuvo una visión del desolador escenario que había quedado tras el bombardeo.

Hasta donde le alcanzaba la vista, todo había sido destruido. Justo enfrente de la escuela se encontraban las ruinas de lo que había sido el mercado de la ciudad. A la hora en la que había comenzado el bombardeo, multitud de ciudadanos se encontraban allí realizando sus compras, aprovisionándose de carne, pescado o verduras. Tras el ataque, los vecinos del pueblo, heridos, ensangrentados, recorrían las ruinas en busca de supervivientes. El sonido de gritos y llantos habían sustituido al de las explosiones.

Sus pensamientos se trasladaron hacia su mujer y sus dos hijos pequeños que se encontraban con ella. ¿Estarían bien? No podía concebir la idea de que no fuera así.

Un perro cruzó la plaza, arrastrándose sobre sus patas delanteras mientras dejaba un reguero de sangre a su paso. Una mujer de mediana edad lloraba mientras sostenía el cadáver de un bebé. Un hombre gritaba de dolor, impotente, por haber perdido las dos piernas mientras varias personas intentaban contener su hemorragia. “Si no se dan prisa, las piernas no será lo único que pierda hoy” comprendió con lástima Gregorio al observar como el hombre corría serio riesgo de morir desangrado. Una joven se rasgaba el vestido para obtener un trozo de tela con el que vendar la cabeza fracturada de su novio. En medio de todos ellos, una treintena de cuerpos sin vida yacían desperdigados entre los escombros.

Y entonces, entre tanta muerte y destrucción encontró a un niño, solo, llorando sobre un montón de piedras y tejas. Aunque podía verlo, se encontraba lejos de su posición. Sin embargo, su instinto le indicó que debía ayudar a aquel pequeño. Sin titubear, emprendió el camino hasta él. Conforme se fue acercando, distinguió un cuerpo más. Uno que parecía pertenecer a una niña. Descubrió con satisfacción que ambos se movían. ¡Estaban vivos! Junto a ellos, sin embargo, yacía un tercer cuerpo, el de una mujer, probablemente su madre.

Había recorrido la mitad del trayecto y ya se encontraba lo suficientemente cerca como para poder distinguir el rostro de los pequeños. De pronto un mareo le sobrevino. Trastabilló, se tropezó, y casi cayó al suelo. Un pitido inundó sus oídos. Quiso correr, avanzar lo más rápido posible, pero sus piernas se negaban a moverse. Se encontraba bloqueado. Porque aquellos dos niños que lloraban desamparados eran sus hijos, Jacinto y Maite y el cuerpo inerte tendido sobre los escombros era el de Isabel, su mujer.

Cuando al fin llegó hasta ellos cogió a sus pequeños en brazos, primero a uno y luego a la otra, y comprobó, rápidamente, que se encontraban bien. Antes de soltarlos, les obsequió con varios besos que reflejaban su alivio al comprobar que se encontraban bien. Afortunadamente, a excepción de alguna magulladura de sin trascendencia, se encontraban sanos y salvos. Entonces, centró sus esfuerzos en su esposa. “Está inconsciente” pensó mientras la agarraba del hombro para darle la vuelta. Estaba rígida lo que le dificultó la tarea. Observó su cara, dulce, como siempre. Sin embargo, sus delicadas mejillas sonrojadas se mostraban pálidas. Tomó su mano entre las suyas y la sintió fría. Una sensación de irrealidad le invadió. Como si se tratara de un sueño, comprobó el pulso de Isabel. Primero en la muñeca, luego en el cuello y, finalmente, en el pecho, colocando su cabeza junto al lugar en donde se encontraba el corazón. No pudo encontrar latido alguno. Su mujer estaba muerta.

Tiempo después no sería capaz de precisar cuánto tiempo había pasado tendido en el suelo, llorando junto al cuerpo sin vida de Isabel. Solo recordaría que, cuando quiso darse cuenta, Adela lo observaba con preocupación. Junto a ella estaban sus otros dos hijos, Joaquín y Luisa.

– Tienes que levantarte por ellos. – explicó señalando a los cuatro pequeños que lo observaban con los ojos enrojecidos por las lágrimas. No le dio el pésame. Simplemente le instó a seguir adelante.ç
– Está muerta. – se limitó a decir Gregorio.
– La villa entera ha quedado destruida. – explicó en un inútil intento de consolarlo. – Los muertos se cuentan por miles. Creo que hoy todos hemos perdido a alguien.

Caía la noche cuando un Gregorio Gorrochategui en estado de shock, seguido por sus cuatro pequeños hijos, llegaban a los pies de su vivienda. Habían pasado la última hora enterrando a Isabel en un prado municipal situado a las afueras de Gernika, junto al muro del camposanto, pues se veía incapaz de abandonar el cuerpo de su esposa entre aquella montaña de escombros. Gregorio recordaría durante el resto de su vida como mientras él cavaba el hoyo, varios vecinos le imitaron, iniciando tareas de inhumación para sus seres queridos. Aquel descampado no tardó en verse convertido en un improvisado cementerio.

Encontraron su casa, una pequeña propiedad situada a las afueras y que era conocida por todo el mundo como “la casa del maestro”, completamente destruida. La edificación, centenaria, construida con solidas piedras, había corrido la misma suerte que el resto de Gernika y había saltado por los aires cuando una bomba incendiaria lanzada por un Heinkel He ciento once de la Luftwaffe cayó sobre ella.

Gregorio comprendió que su vida había cambiado para siempre. Con el amor de su vida precariamente enterrado, su escuela arrasada, su casa destruida, supo que lo había perdido todo. No le quedaba absolutamente nada más que su propia existencia y la de sus cuatro hijos. Había llegado el momento de empezar de nuevo. De comenzar una nueva vida.

Ya era noche cerrada cuando cuatro niños y un adulto abandonaron Gernika por la carretera principal que conducía a Bilbao. Llevaban, como únicas pertenencias, las ropas que vestían. Atrás dejaban un panorama desolador de muerte, destrucción y dolor. Miles de personas permanecían sepultadas bajo las ruinas de las casas mientras otros tantos hacían cuanto podían por intentar rescatarlos. Muchas eran las voces llamando a un hijo, un hermano, una madre, una esposa, que no encontraban por ninguna parte. Algunos se esforzaban en intentar sofocar los incendios que aún a esa hora seguían activo en la villa. Gregorio sabía que no se trataban de vidas anónimas. Eran sus vecinos, sus amigos, los que estaban atravesando semejante lance, al igual que él.

Unas luces comenzaron a alumbrar la carretera. Gregorio se apartó y sus hijos lo imitaron, por miedo a ser arrollados. Pronto apareció un Tiznao, nombre popular con el que se conocían a los vehículos artesanalmente blindados que usó el bando Republicano durante la guerra. En este caso, se trataba de un Hispano-Suiza al que habían protegido de un modo bastante precario mediante la colocación de planchas de acero en su frontal y en sus laterales.

Dentro del coche, Gregorio distinguió al teniente Gartzia, un militar que vivía a un par de calles del lugar en donde se encontraba su casa.

– ¿A dónde vas? – le preguntó el militar desde dentro del vehículo.
– Mi mujer ha muerto. Mi casa ha quedado reducida a escombros. Ni siquiera la escuela ha resistido. Creo que mi tiempo aquí ha acabado.ç
– Yo también lo creo. Ya sabes que yo no tengo mujer, ni hijos. Pero mi casa ha corrido la misma suerte que la tuya. Lo que esos cerdos fascistas han hecho en Gernika pasará a los anales de la historia. Es una salvajada. Una carnicería. Al menos, el árbol se ha salvado milagrosamente.
– Debe ser lo único. – se limitó a decir lacónicamente Gregorio.
– Montad, os acercaré a la ciudad.
– No es necesario, eskerrik asko. – declinó el ofrecimiento.
– No me parece responsable que vayas tú solo por los caminos con cuatro criaturas tan pequeñas. – insistió el teniente Gartzia. – No sabes quién te puede salir al paso: nacionales, asaltantes…Por favor, montaros, os llevaré a un lugar seguro.

Gregorio obedeció, al comprender que no tenía alternativa. Colocó a sus cuatro hijos en los asientos traseros. Sus menudos cuerpos apenas ocupaban las tres amplias plazas del vehículo. Después, se sentó junto al conductor.+

– Sé cómo te sientes. – repuso el teniente Gartzia arrancando el motor.
– No, no lo sabes.
– La negación, la incredulidad y sobre todo la rabia son sentimientos normales en estos casos. Déjalos salir. Si quieres llorar, llora. Sobre todo, imagino que estarás deseando vengarte de esos hijos de puta que han matado a tu esposa.
– Y ¿quién no? – contestó Gregorio.
– Necesito gente como tú. La República necesita gente como tú. Comprometida con la causa, dispuesta a dar su vida por expulsar a esta lacra fascista de España de una vez por todas.
– No sé a dónde quieres ir a parar.
– Sí que lo sabes. Si quieres, podemos ayudaros. A los cinco. Darte una casa, un empleo, una nueva vida lejos de todo este caos. Podemos encargarnos de que nada les falte a tus hijos. Eso sí, en territorio nacional.
– ¿En territorio nacional? – exclamó Gregorio alarmado. ¡Bajo ningún concepto pensaba abandonar la zona libre para asentarse en zona fascista! – ¡No entiendo! ¿Por qué me realojaría la República en territorio enemigo?
– Porqué es allí en donde puedes servirnos de utilidad. Como sabrás, Madrid está siendo asediada. El problema es que el enemigo no siempre está fuera. Los quintacolumnistas están saboteando la capital desde dentro. Pero en la República no nos quedamos atrás y estamos creando nuestra propia red de espías en las zonas nacionales. La hemos llamado Operación Rata Escarlata.
– ¿Operación Rata Escarlata? – repuso Gregorio con incredulidad.
– Piénsalo. Puedo dejaros en Bilbao, en el centro de la ciudad, pero tendrás que buscarte la vida para sacar adelante a esos pequeños. Y ya te adelanto que la cosa está jodida. La gente está pasando hambre. En los últimos días, he visto a dos hombres pelearse por un mendrugo de pan duro que encontraron en la basura. Sin contar el retorcido negocio que se está creando con el alquiler de huesos de jamón. Por unas pocas pesetas puedes disponer de él media hora para hacerte un caldo. ¡Es increíble el modo en el que un simple hueso termina pasando por todas las casas de un barrio! Al final, eso ni es caldo ni es nada, claro está. Es un engañabobos. No da ni sabor, te lo digo yo que lo he probado. Es comer agua a cucharadas.
– O… – quiso adelantarse Gregorio Gorrochategui.
– O también puedo llevarte a territorio ocupado y dejarte en manos de gente de confianza que se encargarán de que ni a ti ni a tus hijos os falte de nada.
– ¿A cambio de qué?
– A cambio de prestar servicios a la República. – confesó Gartzia.
– En condición de espía.
– En condición de agente infiltrado. Me gusta más llamarlo así. Suena mejor, ¿no crees?
– ¿Y en dónde sería esa nueva vida?
– En Valladolid.